Un gran actor mejora a sus compañeros de reparto. En la historia reciente, la leve mejoría del endeble Leonardo DiCaprio en El lobo de Wall Street se debe a la presencia a su costado del feo Jonah Hill, que forma triunvirato con Jack Black y el Zach Galifianakis de Resacón en Las Vegas, los actores sin abdominales. El hermano mayor de todos ellos era Philip Seymour Hoffman, fallecido porque la fama es el veneno más letal que ha creado Occidente, y ninguna droga puede curarla.

Francamente, no he invertido demasiado tiempo en añorar a Heath Ledger, River Phoenix o incluso Belushi. Sin embargo, el cine de actor queda malherido tras la desaparición del segundo Hoffman, tan emparentado con el primero que recientemente había representado Muerte de un viajante en Broadway. Se une al gran Gandolfini en el gremio de los actores torturados y fallecidos de modo inesperado.

Seymour Hoffman nunca defraudaba. Rendía al máximo, desde una mueca que simbolizaba la sonrisa de la desesperación. A la hora de evaluar nuestra pérdida, con su muerte se debilita el arsenal para comprender las pasiones humanas. Confiábamos tanto en sus interpretaciones que lo creíamos capaz de domar sus fantasmas. Debimos considerar que su finura dramática canalizaba un sufrimiento auténtico. Ya no se debate si es posible crear con drogas, sino si hay algún artista contemporáneo que se haya expresado sin recurrir al dopaje. Los ciclistas no están solos.

Nadie ha olvidado la primera vez que reparó en que la pantalla estaba ocupada por Seymour Hoffman. En mi caso se corresponde con el estreno marginal de Happiness, de Todd Solondz. En aquella película concebida para escandalizar, el actor fallecido encarnaba a un pájaro malherido para quien la inmoralidad suponía una carga insufrible. Los premios vendrían más adelante, su Oscar no le llegó por su mejor trabajo porque cualquiera puede hacer un gran Truman Capote.

No era el villano, sino el antihéroe que cultivan con especial predilección las teleseries recientes. Pensábamos que Seymour Hoffman estaba a disgusto con su físico, pero en realidad disentía de su tiempo, el «simplemente no encajo» de Bob Dylan. Me atrevo a decir que murió de sinceridad, tras despedirse de ustedes con un título premonitorio. En El último concierto se mete en la piel del intérprete clásico que resume su carrera, para descubrir que había sido engañado de todas las formas posibles, sin lograr que sus desquites igualaran las afrentas ni aminoraran su sufrimiento. Tiemblo al pensar en una película rodada por DiCaprio sin el respaldo de un Seymour Hoffman.