Durante mucho tiempo se dijo que la infanta Cristina era la hija predilecta del Rey. Eran los años en que el descrédito no afectaba a la percepción de la Corona ni se hablaba con rencor de la Transición ni se ponían en duda las instituciones democráticas. La corrupción sedimentaba los vicios de la clase política —la financiación ilegal de los partidos, por ejemplo— sin que la aluminosis de la mediocridad afectara todavía a los pilares de la estructura constitucional. Del tardofranquismo al ingreso en Europa y en la Alianza Atlántica, la imagen del país se transformó a velocidad de vértigo: el cine pop de Almodóvar junto al éxito de las primeras multinacionales y al destape olímpico, que situó a Barcelona en el escaparate de las ciudades cool. Poco después de los Juegos del 92, la Infanta Cristina eligió precisamente la capital catalana para residir. Esta le ofrecía un relativo anonimato, la opción de una vida profesional y la modernidad de una España que se reescribía a sí misma. Se casó con un deportista de elite —el yerno perfecto, llegaron a catalogarlo—, un joven esbelto, competitivo y supuestamente políglota y bien formado, que representaba a la perfección los logros y los anhelos de una sociedad abierta al futuro con optimismo. Si bien se puede afirmar que la Corona trajo la democracia a España —y que, con la Constitución del 78, la monarquía adoptó la forma del parlamentarismo—, también cabe sostener que, gracias a la boda de Cristina e Iñaki Urdangarin, la Familia Real asumió algunos de los gustos y de los hábitos de ese nuevo país que emergía. Este proceso de modernización no resultaba extraño al resto de casas reales europeas, aunque algunos escépticos arqueasen las cejas. ¿No es acaso el misterio un elemento connatural a los símbolos? En cierto modo sí, al casar el peso de la historia con la necesaria discreción de un poder llamado a ejercer de vínculo entre todos los españoles.

Sumidos en una crisis institucional y económica sin precedentes en el pasado reciente de nuestro país, la traducción mediática del caso Aizoon/Nóos ha somatizado el malestar presente en la sociedad española. De un relato de éxito —que ahora se tilda de ingenuo— hemos pasado a regodearnos en una moción a la totalidad: molestan la Constitución, la Corona, los partidos políticos, Madrid, las autonomías, el euro y todo lo demás. La sentimentalidad española es pródiga en este tipo de bandazos; oscila entre los ideales quijotescos y el áspero suelo de la realidad. Por supuesto, nada ha perjudicado más el prestigio de la jefatura del Estado que las graves sospechas que se ciernen sobre Urdangarin, al igual que nada ha dañado tanto la moral social como la sobredosis de la corrupción política y económica. Pero esto sólo significa lo que significa: que la Justicia realiza con independencia su trabajo; que la transparencia es un requisito fundamental de la democracia contemporánea; y que, llegado el momento, el príncipe Felipe deberá ganarse su lugar, como lo hizo el Rey Juan Carlos en su día. Todo lo demás me parece literatura: ni la Transición fue tal fracaso, ni el Estado de las autonomías ha sido tan mal negocio, ni Aizoon/Nóos va a hundir a la Corona, ni la Constitución obedece a una arquitectura obsoleta. Habrá que depurar lo necesario y reformar lo que sea preciso; algo, por cierto, en lo que han sido especialmente hábiles las distintas monarquías parlamentarias europeas. Pero el hecho de que se haya podido imputar a una infanta y llevarla ante el juez me hace pensar que este no es el país horrible que algunos creen que somos.