Según un reciente estudio de Oxfam Intermón, España es, tras Letonia, el país de mayor desigualdad social de Europa. Después de 35 años de régimen democrático, en cuya dirección se han alternado por igual gobiernos de izquierda y de derecha, semejante dato acredita un fracaso monumental. Ahora bien, entre nosotros la desigualdad lo abarca todo: niveles de renta abismalmente diferentes, sí, pero también trato injustificadamente distinto a los ciudadanos por parte de los poderes públicos. Véase el ejemplo, particularmente hiriente, de nuestro sistema tributario: el 86,3% de la recaudación fiscal procede del IRPF y de los impuestos indirectos, y únicamente el 10% de los rendimientos del capital. ¿Qué se hizo, pues, de la promesa constitucional de «un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad?» Además, habida cuenta de que la economía sumergida representa el 25% del PIB, del imponente fraude fiscal que ello comporta y de las amnistías tributarias que nuestros gobernantes conceden de vez en cuando para aliviar tensiones de tesorería o para rescatar de la opacidad delictiva a influyentes personajes, ¿dónde queda la proclamación de la Carta Magna de que «todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica?» ¿Será, una vez más, pura filfa?

Otro sector donde la igualdad sufre fuertes embates es el de la Justicia. Esta es, desde luego, lenta y cara, y a menudo ineficaz: en España jamás hubiera sido condenado tan rápida y contundentemente un sujeto como Bernard Madoff; y de haberlo sido pronto hubiera alcanzado el tercer grado penitenciario, o incluso el indulto de un Consejo de Ministros (socialista o popular) habitualmente complaciente con los poderosos. Los propios órganos judiciales son exquisitos con las garantías procesales cuando el enjuiciado está situado en la cúspide del poder político o económico. Así, la doctrina del Tribunal Supremo sobre los requisitos de validez de las intervenciones telefónicas en el curso de la investigación criminal alcanzó cimas excelsas de garantismo en el caso Naseiro-Sanchís, dos tesoreros del PP. Cabe sostener sin ironía alguna que nuestro Estado de Derecho aumenta su grado de perfección en el ámbito procesal cuando los delincuentes pertenecen a las altas esferas. Lo mismo se puede afirmar cuando se trata de eliminar a un juez extrasistema como Garzón: su sentencia condenatoria en el asunto Gürtel, de altísimo nivel protector de la confidencialidad en las relaciones abogado-cliente, resulta doctrinalmente impecable... y políticamente sospechosa. ¿Qué hubiera dicho el Alto Tribunal de haberse tratado de otro juez de instrucción menos conflictivo?

Sin embargo, donde el tinglado de la justicia penal está llegando a extremos francamente intolerables es en el supuesto de imputación de la infanta Cristina dentro del caso Nóos. Para empezar, la misma Monarquía, en cuanto supone el acceso a la Jefatura del Estado por razones dinásticas y no como consecuencia de la elección popular (directa o indirecta), constituye un anacronismo únicamente admisible si resulta útil para la preservación de la concordia nacional y de la integridad territorial. Son motivos pragmáticos, por tanto, y no sentimentales los que nos hacen aceptar una institución predemocrática como la Corona, de la que habríamos de prescindir si su titular y la Familia Real devinieran una rémora o una antigualla inoperante en orden a la finalidad que aún hoy la justifica, o si la conducta de quien la encarne en cada momento resultase de algún modo gravemente contraria a la dignidad de la más alta magistratura estatal.

En segundo lugar, de conformidad con la Constitución, únicamente «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». Tal prerrogativa -que implica una irresponsabilidad jurídica total, incluso en los supuestos de delito- sólo la ostenta el Jefe del Estado: ningún otro español más, ni siquiera los miembros de la Familia Real. Incluso así singularizada, y como excepción al principio general de igualdad de los ciudadanos ante la ley, la prerrogativa, ya lacerante en abstracto, puede mutar en privilegio odioso si a su amparo se lesionan derechos de terceros, sobre todo cuando se trata de derechos fundamentales (como, verbigracia, el de la tutela judicial efectiva en los casos de inadmisión de demandas de reconocimiento de paternidad).

Ya en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 se decía que la ley «debe ser la misma para todos, tanto si protege como si castiga». Y en los mismos orígenes de nuestro constitucionalismo, la Constitución de Cádiz de 1812 dejaba bien claro que la Nación española «no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona». Estos principios liberales estuvieron presentes en el mensaje navideño de don Juan Carlos en 2011, al declarar sin ambages que «la justicia es igual para todos» y que «las conductas censurables deben ser sancionadas». ¿Cómo se compadece con esto el que tanto la Fiscalía Anticorrupción (torpemente aplaudida por la Casa Real), la Agencia Tributaria, la Abogacía del Estado y el Abogado de la Comunidad Autónoma balear se opongan a la imputación por delito fiscal de la esposa de Iñaki Urdangarín, presunto cerebro de la captación ilegal continuada de dinero público y también de subvenciones empresariales Dios sabe a cambio de qué? Por si fuera poco, la Infanta tiene el apoyo explícito del presidente del Gobierno y del ministro de Justicia. Hasta el aparato judicial ha dispuesto las cosas de modo que la declaración de Su Alteza en el Juzgado de Palma tenga lugar poco menos que a oscuras y detrás de un biombo. Todo lo cual huele espantosamente a chanchullo y privilegio.

Por ese camino los españoles acabarán por concluir bien lógicamente: «contra impunidad, República». Y sería una lástima por el Príncipe, que se ha preparado concienzudamente para hacer un buen trabajo. Y por el propio Rey, que sin duda ha prestado al país excelentes servicios y que debería tener sumo interés en concluir con las mejores calificaciones su ya largo reinado.

*Ramón Punset es catedrático de Derecho Constitucional