Hoy 2 de marzo, La 1 emite un telemaratón para recaudar fondos para la investigación de las enfermedades raras -lo que el Gobierno no hace como una persona decente y responsable, trata de suplirlo el ciudadano agobiado, es decir, la historia de siempre-. Se hace a través del programa de La 2 Todos somos raros, todos somos únicos, espacio que presenta desde hace un par de meses Isabel Gemio, la estrella de otro tiempo. Digo bien. Digo de otro tiempo a conciencia. Isabel Gemio, la Isabel Gemio de Sorpresa, sorpresa, Tengo una carta para ti, Acompáñame o el inefable, como los anteriores, Cuéntaselo a Isabel, con su relamida pose, con sus teatrales muecas de diva paleta que exagera la siempre jubilosa admiración del populacho, su manera empalagosa de hablar, la cursilería de sus ademanes de señorita que pelea con su complejo de cuna rural, en fin, el aire altivo de quien confunde elegancia con displicencia y distancia, a esa Gemio me refiero cuando digo que es una estrella de otro tiempo. Durante mucho tiempo fue mi musa, mi diosa del lado oscuro a la que siempre encontraba motivos para meterle zurriagazos de mucha enjundia verbal. Para mí, Isabel Gemio era ELLA. Hoy, apenas es una sombra en televisión. Irrelevante. Es más, su recuerdo es tan desagradable que su vuelta a la televisión sólo podía ser como ha sido, por la puerta de atrás de los platós, sin hacer mucho ruido, sentándose en el sillón que le han puesto y sin salirse una línea del guión que va pasando frente a sus ojos para leerlo sin más. En ese especial de Todos somos raros, todos somos únicos, de nuevo un altar a la caridad que urde TVE, fiel vasalla del Gobierno ausente, pasará la solidaria cachonda, doña Toñi Moreno, que se embolsa al día 1.400 euros por programa -esto tiene que ser una broma, porque si no lo es, es una afrenta, un insulto-, y otras caras de la pública como Oriol Nolis, Ana Blanco, o Marta Solano, muchísimo menos solidarios que la Toñi porque seguro que ganan muchísimo menos que ella. Pero hoy aquí hablamos de otra cosa.

Grandes maestros | Hablamos de ellas, de ellos, de los que fueron y apenas lo son, o se derriten en un caldo de insistencia que los va consumiendo en un agónico y patético desgaste. Me paro en otra de aquellas diosas de barro con la que tanto disfruté porque me hacía, solita, unos artículos de chuparse los dedos. Apenas queda gente hoy como Nieves Herrero, mi queridísima Nieves Horrores. Su languidez era sólo aparente. Debajo de aquella carita de ausente torpeza se escondía una tiparraca sin escrúpulos ni sentimientos porque era capaz, sin que se le moviera el rubio cardado, de hurgar en el corazón ajeno y dejarlo exhausto, tiritando de dolor, fría como una navaja que pasó la noche a la intemperie, maestra de una torticera empatía falsaria para hacerse con sus víctimas. Hoy, esta dama del periodismo sentimentaloide, facilón, de tópicos, y trasnochado, ha encontrado cobijo en la tele de los curas. Su estilo de monjita risueña, perversa y pecadora, siempre me ha puesto alerta, como si cuanto más sonriera, más zonas turbias desenmascarara. De esa época gestual, de rostros y nombres divinos, es Jesús Hermida, al que teníamos en un halo de inventor de personajes -él mismo fue una magnífica creación- guardado en un cajón notorio de la memoria, pero hay egos incapaces de quedarse quietos, y el de don Jesús lo traicionó despertándolo de su sarcófago catódico para hacerle una entrevista a su quinto Juan Carlos de Borbón que pasará a la historia del periodismo como una de las mayores astracanadas del género. Manuel Campo Vidal, Paco Lobatón, Iñaqui Gabilondo, o José María Íñigo saben estar en una prestigiosa segunda fila, pero todos podrían volver a la primera demostrando su maestría sin apenas artificios.

Atracción o rechazo | Entre ellas, quizá la única que ha sabido mantenerse retirada con la elegancia de siempre, con la soltura de una mujer de televisión total, que manejaba las claves del entretenimiento y el espectáculo como pocas, es Laura Valenzuela. Seguro que si hoy volviera no sería igual. Su tiempo pasó, pero no pasa nada. Sí pasa cuando ves cómo se pasa como una pasa Maritere Campos, que ha sabido ser la mejor mari en antena y encontrar en el formato chocho de ¡Qué tiempo tan feliz! la horma de su zapato como presentadora rabalera de un entretenimiento popular que no busca la excelencia sino echar un rato, como si las amigas fueran a visitarla a su casa, y ella, marimandona, las hiciera bailar, cantar, chismorrear, aplaudir, venerarla, reírle las gracias, y acompañarla para echar una tarde más entre señoras de su condición. Al fin, la malagueña encontró un sitio donde sus cardados, el olor de la laca que traspasa la pantalla, sus manitas hablando más que ella, echándolas adelante, expresando como las del mercadillo las cosas que vende, al fin, esta señora, que sabe un ovario de televisión, ha encontrado su retiro y su público, de bajísima preparación, de gustos chabacanos, sí, pero un público acorde con el perfil que Telecinco ha tejido entorno a su marca. ¿Por qué la imagen que da Concha Velasco, que es mayor que la señora Campos, es más dinámica, fresca, y sin duda más elegante, y sigue haciendo series, películas, o presentando Cine de barrio en su justo término y sin las patéticas excentricidades de la pobre Carmen Sevilla? Creo que eso va en la persona, en el talante, en la forma de ser. Ya sabemos que hay caras que derriten la pantalla, por su apostura, atractivo, por su fascinación, por raras, por bellas, pero eso dura unos segundos. La cámara es un taladro que alcanza interiores insospechados. Y ahí, cuando se producen esos hallazgos, es cuando de verdad se da o no el misterio de la atracción o el rechazo. Algo ha descubierto la cámara en Isabel Gemio para que, por mucho que lo intente, la quiera lejos, no se la crea, la tome como una impostora. Viva Raffaella Carrá.