Homilía ignominiosa

40 años después de la muerte del dictador y de que la inmensa mayoría de los españoles aprobásemos en referéndum la Constitución de 1978 con el objetivo de vivir en libertad y en democracia, en un Estado aconfesional, el cardenal Antonio María Rouco Varela parece no darse por enterado.

El, hasta hace unos días, máximo responsable de la Conferencia Episcopal ha vuelto a demostrar que los planteamientos de la Iglesia Católica -y los suyos en particular- no respetan la libertad religiosa y de culto que reconoce la Constitución española en su artículo 16.3 («Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones»), pretendiendo imponer, manu militari, su letanía evangelizadora como si este país estuviera todavía bajo el palio del nacionalcatolicismo, que, con tanto fervor y sumisión, defendió la Iglesia Católica durante los años oscuros de la dictadura franquista.

En su homilía en el funeral de Estado por las víctimas del terrorismo, con ocasión del 10º aniversario del 11-M, lanzó a los cuatro vientos una serie de admoniciones, amenazadoras y catastrofistas, más propias de la época de la Inquisición que de la España del siglo XXI. Probablemente motivado por un ataque de taquifemia profundo, cruzó la raya de lo estrictamente pastoral y se lanzó, a tumba abierta, a dar clases de política, economía y ética. Pero no contento con arrojar dardos envenenados contra la sociedad civil (milimétricamente medidos), se puso al frente de la manifestación de todos aquellos que durante la última década, a modo de agit-pro, han propugnado -de forma paranoica- la teoría de la conspiración sobre la autoría del 11-M, sembrando de dudas y de ignominia una sentencia judicial, que, por desgracia, no ha sido favorable a sus execrables intereses.

No pretendo realizar desde esta tribuna una exégesis de la Iglesia Católica en España, pero sugiero al excardenal de la Conferencia Episcopal, con ferviente humildad cristiana, que dirija su labor pastoral exclusivamente a sus clientes, y al resto, que nos deje en paz, que ya decidiremos por nosotros mismos entre el cielo y el infierno (caso de que exista alguno de los dos). Concluyo esta carta haciendo mía la cita de uno de los padres de la Ilustración francesa, el escritor Pierre Bayle (1647-1706): «Yo no puedo ser religioso ni creer en Dios. Prefiero la filosofía a la religión, pues no puedo poseer al mismo tiempo lo evidente y lo incomprensible.»

Javier Díez TerrónMálaga

Crimea no es Cataluña

Tengo yo para mí que, con el paralelismo que entre Crimea y Cataluña ve el señor Margallo, junto con muchos políticos y periodistas españoles, están todos ellos errando la comparación. La realidad presente y pasada de Crimea no tiene nada que ver con la de Cataluña, en ningún aspecto salvo en uno: la ilegalidad de un referéndum para la independencia. Por lo demás, Cataluña no es, como Crimea, una región poblada por un 97% de gente que nada comparte con el país al que pertenece; tampoco es, como Crimea, una región artificialmente endosada a un país por apresuradas decisiones políticas del todo ajenas a su voluntad.

En el fondo, Crimea nunca ha sido Ucrania, mientras que Cataluña siempre ha sido España. Por eso la comparación es, a mi juicio, muy desacertada: el problema no es que Crimea quiera independizarse, sino que tal vez Ucrania nunca debió haberlo hecho. Aquí radica el verdadero paralelismo: Cataluña no es la Crimea de Ucrania, sino la Ucrania de Rusia.

Pablo Alejandre CalviñoMálaga