Uno de los peligros de inventar simbologías y héroes en la búsqueda de legitimaciones históricas es que después se ha de alternar con ellos, pues los fantasmas se alimentan de sangre. Putin, por ejemplo, lleva a Nicolás II y a Stalin hincados al cuello en su turbadora dialéctica para obrar la Gran Rusia. Un subproducto del pasado, revisado, idealizado y presentado ante el mundo como un desafío transgresor iluminado por la antigua guerra fría. La pulsión que inspira a Putin -representante de los intereses de la oligarquía y de la clase media naciente de su país- se mueve entre dos planos, y ambos desfilan reverentes ante las imágenes en sepia de su vetusta patria. Putin manufactura una mercancía que adapta, revisa y se alimenta de la Rusia de los zares y de la vieja URSS. Por supuesto, deja de lado las miserias y sólo contempla las glorias: las del expansionismo y las de los ecos dorados imperiales. Y también por supuesto, su concepción de la Gran Rusia emerge de una culpa (y es el elemento sustancial que ha excitado a pueblos tras estruendosas derrotas: ahí está la Alemania nazi tras el fracaso de la guerra del 14): el derrumbe de la URSS en la segunda mitad del XX en parte acorralada por la estrategia del «containment» pilotada por EE UU, vigía de Occidente y del capitalismo. Esa catástrofe -«la mayor del siglo XX», según Putin- es la que infiltra la doctrina del actual expansionismo. Y del intento de purificación de ese pecado original, que es indisoluble de la idea falsa de una Rusia amenazada, pende hoy tanto el desafío exhibido ante Europa -el mayor desde la caída del muro de Berlín-?como la instrumentalización de la opinión pública rusa, a la que enfrenta con su identidad y de la que exige adhesiones incondicionales.

Las revisión arbitraria de las páginas de la historia rusa también le sirve a Putin para reproducir algunos de sus modelos operativos. Los que lleven el sello del nacionalismo, la autocracia, la ortodoxia o el imperio. Como es conocido, la intervención en Crimea es «a petición» de parte. La misma fórmula que empleó la URSS con Budapest cuando se aplastó la emancipación con tanques y el mismo guión utilizado en Praga una década después. O es la población la que demanda la intervención o se selecciona otro menú conceptual: hay que normalizar a los pueblos inquietos o infectados por el virus del desasosiego. El caso de Polonia.

Crimea y Ucrania copian hoy esos principios sin apenas variaciones. Pero sobre todo, Crimea y Ucrania, son elementos escindidos de la historia rusa, según el actual príncipe. De Crimea, Putin dice que el imperio zarista la anexionó a finales del siglo XVIII y que Jrushchov la agregó a Ucrania, «Dios sabe por qué. Formaban parte del imperio». Levitando sobre esa representación de la historia, es inevitable recordar cómo las regiones de Osetia y Abjasia fueron asimiladas en 2008 y cómo la prolongación de ese sueño expansionista -bajo el boceto de la naciente región euroasiática y sobre la bota de su zona de influencia- ha colocado a Occidente frente a una crisis sin precedentes, quizás la mayor desde el derrumbe de la URSS.

La respuesta de Occidente es ambigua. Desde luego, no la lidera EE UU, más preocupado Obama por levantar un nuevo eje en Asia y sobre todo entretenido en el juego de naipes con China. ¿Prudencia o debilidad? Sea como fuere, Putin está cuestionando la estructura misma de la UE puesto que ese nuevo sol llamado «región euroasiática» nace con la idea de atraer a las «colonias soviéticas» del este europeo y bañarlas para siempre con su calor. Y hasta el momento las advertencias y las sanciones impuestas a Putin no han servido para nada. ¿Deberían pasar a una segunda fase EE UU y la UE? Es difícil. Putin lo sabe, y sobre el teatro de operaciones juega moviendo las fichas del mapa de la Gran Rusia naciente.