­Ayer Rafael de Loma nos habría impartido su última lección si hubiéramos podido preguntarle por este doloroso particular que nos ocupa: la muerte de un periodista no debe ser noticia. En todo caso una necrológica al estilo de las de Pereira, el personaje de Tabucchi que acaba su novela (y siento reventar el final) convirtiéndose en lo que nunca había querido ser: un periodista. Pereira se adelantaba a su tiempo porque este trabajo de contar noticias ha cambiado y los periodistas ya no queremos ser, o no sabemos ser, lo que somos. Al contrario que Rafael, que siempre fue periodista porque nunca concibió ser otra cosa.

Puede que la mitad de lo que sé o tal vez he olvidado de este oficio infame e irremplazable que, como decía él, es una madrastra con sus mejores hijos, lo sepa gracias a lo que aprendí de Rafael. Como periodista y como director de periódicos, otro oficio con malas digestiones que él ejerció varias veces y para el que su sabiduría me preparó, a pillarme confesado, cuando me tocó a mí. Aún podría contar cientos de anécdotas suyas en las que las redacciones ahumadas como jamones con tabacos de todas las latitudes, las erratas gloriosas que nunca están en las panaderías, las linotipias que Rafael contemplaba con ojos de Aureliano Buendía cuando acompañaba a su padre al periódico de su Ceuta natal o aquel muro de Berlín que un redactor jefe trazó entre su territorio y el del jefe de publicidad en el suelo de una redacción, componían un mosaico de teselas como las manchas de un leopardo, esas que nunca se van por mucho que se frote. Una imagen nítida de cinco décadas de periódicos. Cada una de esas anécdotas sintetizaba una enseñanza mayor, haciéndola asequible. Él, además, era capaz de hacerlas inolvidables e imprescindibles: al fin y al cabo quien tiene la capacidad de narrar periodísticamente en el ADN no distingue de medios. José María, su hijo y mi compañero en La Opinión, es la viva prueba de ello. Supe que me había hecho mayor cuando tuvo el detalle de tomar una de mis anécdotas, que había tenido lugar cuando era estudiante de Periodismo en Bilbao, para incluirla en uno de sus libros.

Rafael, al que tan poco vi en estos últimos años y seguramente no por culpa de él, fue mi director en dos periódicos: La Tribuna de Marbella y El Sol del Mediterráneo. Pero fue mucho más para mí. Aunque sé que le traiciono diciendo esto ahora porque ese ´cargo´ le hacía mayor y un hombre elegante y atildado como él no soportaba eso, también el mejor maestro de periodismo que un pipiolo como yo pudo cruzarse en el camino hace 31 años. No sé si he llegado a ser el periodista que Rafael vio en mí, pero yo sí sé que conocí en él al que a mí me hubiera gustado ser. Descansa en paz, querido amigo.

*Tomás Mayoral es periodista