Mafalda es una excelente quina para digerir y depurar la realidad. Al principio sabe a corteza amarga, igual que todas las certezas, pero enseguida tiene el regusto de una sonrisa inteligente y después te deja una actitud reconstituyente. A Quino, Joaquín Salvador Lavado, le deberemos siempre su medicina infantil para adultos. El dibujo más redicho y preguntón que le provoca dolor de cabeza a la política de lo cotidiano. No hay una sola Mafalda, de todas las que Quino ha dibujado, que no tenga cara de inocencia atolondrada mientras propina un puntapié de filosofía en la espinilla de lo real y sus contradicciones. Un golpe agudo que desequilibra cualquier certeza y aparente seguridad. Sobre todo a los adultos de su familia. También a los miles de lectores que durante años, y todavía hoy, seguimos manteniendo actuales sus historietas, su pequeña existencia enmarcada en blanco y negro en esas libretas apaisadas de sus ediciones: un frasco de papel con pastillas para despertar el pensamiento. No hay una sola gragea que no encienda por dentro un alivio, una corriente de energía entre el corazón y la cabeza. "Como siempre: lo urgente no deja tiempo para lo Importante". "Comienza el día con una sonrisa y verás lo divertido que es ir por ahí desentonando con todo el mundo". "Sería lindo despertar un día y encontrarse con que la vida de uno depende de uno". "¿Por dónde hay que empujar este país para llevarlo adelante?". Ninguna cae en saco roto. Toda son efectivas. Mafalda ansiolítico, analgésico. Quina vitaminada.

Siempre quise ser un dibujo a lápiz para pertenecer a su pandilla. Y tener una viñeta cerca o estar los dos en la misma. Igual que Felipe. El enamorado soñador con su angustia por no saber cómo construirse una identidad. Seguro que hubiésemos sido buenos amigos a pesar de la rivalidad por la misma niña que lee y escucha las noticias, que desdeña lo frívolo y lo material e imagina su futuro de influyente intérprete de la ONU. Una mujer independiente a la que su hija nunca tendría que preguntarle: "Mamá, ¿qué te gustaría ser si vivieras?", igual que hizo ella con la suya. Tampoco me habría importado que Quino me hubiese puesto a hablar con Guille y Miguelito. A las chicas le gustan los tipos con buena mano con los más pequeños. La primera vez que leí una de sus utopías pesimistas entendí que los dos compartíamos rebeldía y la tendencia por las preguntas que incomodan. Supe entonces que jamás dejaría de querer a Mafalda. Nunca la traicioné con Carlitos Brown. Me parecía un pequeño Hamlet de colegio mayor. Sin el desparpajo de Felipe, incapaz de cuestionarse "¿por qué justo a mi tenía que tocarme ser yo?". Guardo todas sus historias al alcance de la memoria y de vez en cuando me asomo a guiñarle una sonrisa a la pequeña inteligente, irónica, inconformista, contestataria y sensible. Mafalda soñando con un mundo más digno, justo y respetuoso con los derechos humanos. La heroína iracunda que rechaza las hipocresías humanas, las rendiciones de los adultos, las injusticias y que mantiene vivo su derecho a seguir siendo una niña que no quiere hacerse cargo del universo adulterado por los padres. Así definió una vez Umberto Eco a la protagonista de los dibujos de Joaquin Salvador Lavado, el tipo que se inspiraba en los noticieros de los años sesenta para que Quino, su alter ego, hiciese que su deslenguada protagonista opinara sobre la guerra de Vietnam, el asesinato de Kennedy, la carrera espacial y el psicoanálisis. "¿Y no será que en este mundo hay cada vez más gente y menos personas?". Como me hubiese gustado ser un dibujo a su lado para escuchar su voz y andar con ella por los alrededores del barrio de San Telmo, en Buenos Aires. O esperarla en la esquina de la calle Chile 371, en cuyo quinto piso cumplirá cincuenta años el próximo septiembre.

Hace tiempo que no sale de su casa. Quino se cansó de llevarla de su mano al papel en blanco donde equilibraba con perfecto arte lo que pensaba, lo que contaba y lo que dibujaba. Existencial, socrático, irónico, breve como el lenguaje de su Mafalda. Cualquiera diría que un día la creó para el anuncio publicitario de un electrodoméstico, cuyo encargó se averió por el camino, y que terminaría convirtiéndose en un icono filosófico. Una Pepito grillo con falda y lazo rojo coronando su negra caballera. La dejó apagada el día que sintió que la cabeza no le daba para más frescura y originalidad afiladas. La última tira como ilustrador la dibujó en 2006. Cuando la vista se le nublaba antes de llegar al papel en blanco. Quino tiene 81 años. Es un tipo humilde y sensible. Todavía está extrañado de que le hayan concedido el Premio Príncipe de Asturias de la Comunicación. La primera vez que lo conceden a un dibujante. "No me esperaba este premio", ha dicho a los periodistas. "Me sorprende que con los dibujantes que ha tenido España me toque a mí esto. He tenido la suerte de haber conocido a Antonio Mingote, a Perich, a Summers, a Chummy-Chummez€". Después confesó: "A los premios, como dijo no me acuerdo quién, uno llega cansado". Está bien que un humorista gráfico haya sido galardonado. Admiro esa capacidad que tienen para emparejar el drama y la crítica con una reflexión curvada en sonrisa. La fuerza que llega a tener un trazo, una nube, una frase dentro del mismo recuadro.

Es curioso. Ha pasado el tiempo. Pero al volver sobre sus historietas compruebo la vigencia de sus preguntas y de sus respuestas, la actualidad de su actitud. Inconformista, lúcida, sensible, contestaría. Hace tiempo, el suyo, de bajar a la calle. Seguro que encuentro a Mafalda.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com