Después de tantos sacrificios, he llegado dónde quería. Y sé perfectamente lo que me ha traído hasta aquí. Reconozco las claves de mi éxito. No ha sido la suerte. El azar no cuenta. No para mí. Siempre he sabido tomar las decisiones adecuadas y nunca me tembló el pulso. Siempre alcancé lo que me propuse. Siempre. Estar dónde estoy ahora, es la prueba irrefutable. El éxito es lo que da o quita razón. Y yo lo he conseguido. Porque todo lo que tengo es el resultado de mi trabajo. De desenvolverme perfectamente bajo presión. De ser muy exigente, conmigo y con mi equipo. De confiar sólo en mi y en mis capacidades, mi inteligencia, astucia y picardía. De revisar siempre hasta el último detalle el trabajo de los demás. De analizar los escenarios posibles. De saber y anticipar lo que piensan y sienten los demás, y por qué lo hacen. Nunca he necesitado escuchar a la gente. Mi intuición me ha bastado. Y es que mi trabajo ha sido y es, lo más importante de mi vida. Bueno, mi familia también es muy importante. Incluso más. No voy a decir que lo sé todo, eso sería de prepotentes y de una soberbia que no va conmigo. La humildad es una de mis señas de identidad. Pero, para ser sincero, y aunque esté feo que lo diga, soy muy bueno en lo mío. Por eso estoy dónde estoy. Por eso me lo merezco. Y esta, es la auténtica verdad.

Años duros. Puede parecer exagerado. Puede. Pero, más allá de que la realidad, a veces, supera a la ficción, la gran mayoría de nosotros, en algún momento de nuestras vidas, también las personales, hemos tenido muchas, o como poco algunas, de las reflexiones de este personaje imaginado. Pasar de tener mucho a tener poco o nada, en estos duros años de crisis, ha sido una constante para muchos profesionales y empresas. Para otros, los menos, no. Y ni unos ni otros deberíamos olvidar que los resultados no siempre encierran las respuestas a todo. El fracaso no nos inhabilita personal y profesionalmente, como el triunfo no nos da la razón. Al menos no siempre. Puede darte poder, sin duda. Temporalmente. Pues todo tiene fecha de caducidad.

Ahora que se dice que la crisis parece que comienza a ser cosa del pasado, pese a que la mayoría no lo notemos, no deberíamos olvidar la lección. Una lección de vida. No solo profesional, sino personal: que aunque creamos tener las riendas de nuestras vidas, somos frágiles y vulnerables ante la incertidumbre, lo imprevisible, lo efímero y lo complejo; que el auténtico valor de la vida está en el proceso de vivir y no en sus resultados, hoy estás arriba, mañana abajo; que el éxito puede convertirse en nuestro verdadero y auténtico talón de Aquiles, al ser un freno para nuestro desarrollo y crecimiento, y que para evitarlo, la clave principal, aunque hay otras, es la humildad.

Humiladad. Las lecciones de humildad tendríamos que aprenderlas sin necesidad de estos golpes de realidad. No tengo claro que esto sea posible. Pero si es cierto que cuando se tienen menos recursos, se está más en sintonía con el contexto que te rodea. Y esto siempre es una oportunidad que no hay que desaprovechar. Una oportunidad única para ser más comprensivos con nosotros y con nuestro entorno. Lo ideal sería poder hacerlo también en posiciones de éxito o de ventaja. Pero es muy difícil, pues la humildad habla, en demasiadas ocasiones, sin palabras, solo con silencios. Sólo con escucha. Y ya sabemos que la ignorancia es, muchas veces, insolente y atrevida. Y estridente.

Si consideráramos la humildad, no solo como virtud, sino como habilidad y herramienta, ¿para qué ser humilde? Quizás, para valorar la extrema importancia que, para nuestra felicidad y salud, tiene aceptar que hay otras formas de hacer las cosas; asumir nuestra responsabilidad sobre nuestros actos; comprender, sin prejuicios ni sesgos, las «cosas» y encontrar soluciones más creativas e innovadoras, al fin y al cabo de eso va la inteligencia; generar valor, no desde el viejo paradigma del genio individual, sino fundamentado en conceptos más colaborativos, de trabajo en equipo y co-creación; evitar los efectos de los elogios a una vanidad estimulada; eludir la angustia y ansiedad que nos produce creer que tenemos que saberlo todo y ser perfectos en todo; no anclarse demasiado en nuestro punto de vista y facilitar penetrar la perspectiva del otro; reivindicar que nadie es superior ni inferior a nadie, las personas somos incomparables; detectar la falsa humildad, aquella que es solo un ego reprimido, por timidez, vergüenza, miedo al ridículo, o por sentirse incapaces de algo; y, finalmente, consentir mostrarse con autenticidad.

Crecer y aprender. Pero ser humilde no es algo natural. Requiere esfuerzo y duele. Tragarse el orgullo, por ejemplo, o tomar distancia de la experiencia, de las convicciones, en definitiva de lo alcanzado. Y estamos preparados para economizar esfuerzos. Pero este es ineludible, pues nos abre incontables e insólitas posibilidades. Especialmente de aprendizaje. Además, del aprendizaje más difícil de todos, el del oficio de vivir.

Recuerda, estimado socio de aprendizaje, que la vida es corta, y que aprender es el beneficio mayor de practicar la humildad. Nada es comparable a aprender. Es el signo claro y concluyente de que crecemos. Y crecer es, en palabras de Wayne W. Dyer, «la única prueba verdadera de la vida, si estás creciendo quiere decir que estás vivo». Esta es la verdad, no sé si la auténtica y verdadera, pero sí la que merece ser explorada. La mía, la tuya, como dice Antonio Machado, guárdatela.

*Rafael Bosco es director de Aristeia Coaching

@rafaboscosirera