Matutear. En el bosque de las palabras hay una palabra nueva. Otra forma de aludir al acto de evocar la fantasía. El nombre transformado en verbo de la última magia de la literatura española que tuvo en Ana María Matute, en Carmen Martin Gaite y en Carmen Laforet, su Caperucita blanca, su Caperucita roja, su Caperucita azul. Tres adjetivos femeninos contra el lobo de la guerra y la derrota de la infancia, a favor del conocimiento que proporciona la querida abuela fantasía. Tres escritoras con un destino común: salvarse a través de la escritura. También la misma editorial y el empeño en iluminarle a los lectores el camino en medio de la oscuridad, de los silencios y de los miedos. Ninguna pudo jugar a la rayuela en medio de la calle en combate pero las tres exploraron los otros mundos que hay en el pasado, en el deseo y en los sueños. Sobre todo Ana María Matute. Nuestra Alicia española al otro lado de la violencia cainita, de la miserable moral, del espejo donde las palabras son los ojos infantiles que nombran el mundo y lo fabulan en medio de las tormentas y los desgarros.

Los Abel, Pequeño teatro, Primera memoria, Los soldados lloran de noche. Libros en los que la gran contadora de historias partió en dos la imaginación: una para fabular por dentro la realidad y sus desasosiegos, otra para volar por encima de lo real y lo simbólico. Olvidado rey Gudú, Aranmanoth, Paraiso inhabitado. Nadie como ella supo ver a los duendes que fabrican nuestros sueños y restañan la inocencia que agredimos a menudo. Siempre eterna niña en el cuarto oscuro donde su severa madre la encerraba sin saber que en el castigo descubriría su vocación. Que aquel lugar se transformaría en la chistera de una prestidigitadora que transformaba en mariposas blancas lo más turbio de la vida, el desamor del mundo y la muerte que todo lo deshace. Ana María Matute, 19 años, calcetines cortos y un cuaderno escolar de hojas cuadriculadas y tapas de hule negro, subiendo los primeros peldaños de la literatura. No sabía entonces que aquel sendero la convertiría en la gran dama de nuestras letras: una Cervantes mujer, la K elegante de un sillón en la casa corazón de la realeza del lenguaje. Ni tampoco en la Caperucita blanca que ya echamos tanto de menos todos los que un día nos cruzamos con ella en sus cuentos y en sus ojos. Intensos en su vieja tristeza, socarrones, vitales y dulces, según la luz del recuerdo que tuviesen dentro.

El mundo fantástico de Ana María Matute también tiene un envés duro que le enseñó que la vida es una encarnizada sucesión de renuncias por las que hay que empeñarse en luchar. Era una joven mujer recién vivida por el amor cuando los celos le cruzaron la cara y le tiraron la literatura por la ventana. En aquellos años la violencia de género tenía de su parte a la iglesia y a la ley. Al huir del infierno sólo pudo encontrarse con su hijo a hurtadillas cada sábado, gracias a la generosidad de su suegra. Fue el tiempo en el que se le puso rostro de Anne Bancroft, belleza en blanco y negro, de perfil el humo y el whisky, el gesto de orgullo y resistencia encarando lo peor de este mundo que es sobrevivir, como una vez escribió. Acogida por Cela, apoyada por Caballero Bonald, Ana María Moix, Juan Marsé y Carmen Balcells -que la tuteló económicamente contra la angustia de la página en blanco- luchó como madre y como mujer por la libertad, por su hijo, por una literatura que volviese a sacarla del cuarto oscuro de la penuria y más tarde de la depresión. Ese trazo de su vida hizo más fuerte su ternura. Más humana la magia que desprendía. Pero no consiguió quitarle la rebeldía a pesar de todo ni el mimo con el que tejía las palabras como si tuviesen frágiles alas. Y aunque también dijese que escribir es siempre protestar, aunque sea de uno mimo, nunca ajustó en sus historias cuentas pendientes ni queja alguna.

El pasado mes de marzo me besó dos veces con una sonrisa por última vez. Primero cuando dije que de joven la imaginé como la Maga de Cortázar. Y después, al terminar de desmadejar despacio entre los dos, con su talento, su sencillez y su oportuna retranca, ante una sala abarrotada de gente, su memoria sobre Gil de Biedma y los veranos en Sitges y en Las Navas de Segovia. Los crepúsculos frente a los que el poeta, que la llamaba Matutova, recortaba la melancolía de su juventud fotográfica, el humo de amor emboquillado de Manila y ginebra entre las olas. Las conversaciones, a solas los dos, en las que se reían y se lloraban a secas su indomable condición de almas libres, la convicción de que resistir es vencer. En esa tarde, en la que no pudimos despistar a su hijo Juan Pablo para compartir un gin tonic, me contó que tenía a punto de nieve el final de su nueva novela y que a la silla de ruedas, en la que posaba su levedad de hada, se le había perdido un tornillo. Ese día, a pesar de estar cansada, durante un buen rato firmó libros y posó con la admiración de diferentes generaciones emocionadas de estar junto a un clásico vivo de la literatura española.

Se nos murió la Dama y vuelvo a sentirme huérfano vagabundo de madres que guiaron la escritura adolescente de mi mano. Virginia Woolf, Mary Shelley, Djuna Barnes, Dorothy Parker, Alice Munro. El próximo seis de enero, como cada año del Premio Nadal, todos la buscaremos en el salón del Ritz, elegante hada blanca en una noche donde la literatura es un regalo de Reyes Magos. Pero ella estará lejos, en alguna parte, tumbada sobre la hierba, esperando a los elfos para matutear una historia en la que ella siempre será la luciérnaga de la imaginación en la oscuridad.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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