Damián Caneda se ha ido en el momento más delicado para el alcalde de Málaga, justo cuando trataba de recomponer las filas maltrechas tras tres años de gestión salpicada de problemas y rectificaciones como sucedió con la tarifa del agua, con el nunca bien resuelto problema de Limasa o con sus reiterados intentos de dar uso al edificio de Tabacalera. Aunque Francisco de la Torre trate de quitarle hierro al asunto, la marcha de su número dos en el Ayuntamiento provoca una crisis más de gobierno -y van cinco- y revela lo que todos sabían, que las relaciones entre ambos son de respeto pero con muy poca afinidad para trabajar juntos. De hecho, en los últimos meses la relación era nula pese a que el alcalde había hecho de la cultura y de los equipamientos culturales -Pompidou en el Cubo del puerto o discutido Museo Estatal ruso de San Petesburgo en la solitaria Tabacalera- el sello más importante de su mandato. Esa falta de sintonía hizo que el alcalde diera incluso más protagonismo a José María de Luna, director de la casa Natal de Picasso, al que ha confiado que lleve a buen puerto los dos nuevos museos como se ha comprobado al cambiar los estatutos de la Fundación Picasso (se convertirá en una agencia pública) para poder gestionar otros espacios museísticos de Málaga, entre ellos el Pompidou y el museo ruso.

Francisco de la Torre tiene innumerables cualidades, pero le cuesta hacer equipos. Su hiperactividad y fogosidad extrema hacen que sea demasiado complicado trabajar con él, pues se ocupa hasta del más mínimo detalle de los asuntos de la ciudad e invade los espacios de los concejales transmitiéndoles inseguridad. Un exconcejal comentaba hace unos días en una visita a este periódico que cuando Celia Villalobos era alcaldesa se celebraban almuerzos de trabajo después de cada sesión plenaria. Allí se descargaba la tensión de la política local, se hacía equipo e intercambiaban impresiones en un ambiente relejado. Fue llegar De la Torre a la alcaldía y suspender la comida, pues el actual alcalde no deja espacio para el ocio y el divertimento. Ese mismo exconcejal se preguntaba si el alcalde habrá visto alguna película en su vida tumbado en un sofá de su casa. Creo, sinceramente, que no.

Quedan unos ocho meses para las elecciones municipales y por primera vez en años el PP, que gobierna en Málaga desde 1995, no tiene asegurada la alcaldía de Málaga. Lo saben y lo intuyen después del mensaje de los ciudadanos en las pasadas elecciones europeas, donde los populares fueron incapaces -o no quisieron- de movilizar a su electorado. «Mejor nos la pegamos en estos comicios y para las municipales nuestra gente ya nos habrá castigado y volverá a votarnos». Esta lectura, un tanto simple, es uno de los argumentos que maneja un sector del PP para defender que la alcaldía de Málaga no está en juego.

Pero no las tienen todas consigo y prueba de ello es que tras la derrota han virado 180 grados para volver a la matriz de su gestión: la calle.

El primer paso era obligado, el alcalde debía renunciar al Senado y recuperar la esencia de pasearse por los barrios, ir a las peñas y a festivales de flamenco hasta las dos de la madrugada. Esa fue la dieta que le impuso su equipo en su primer mandato para construir su imagen como alcalde, pues De la Torre, un tecnócrata consumado, no tenía mucha empatía con los ciudadanos. Y eso hizo, tan disciplinado como ninguno. El segundo debía ser activar a sus concejales, algunos perdidos y sin protagonismo y con su promesa estrella de apostar por los distritos sin cuajar. Y el tercer paso, la gestión. Cerrar los proyectos que tenía en marcha y planificar los ocho meses que le quedan de mandato municipal.

Pero parte de esta estrategia saltó por los aires en el pleno del pasado jueves, cuando Caneda anunció su dimisión cansado de la política municipal, de las discrepancias con el alcalde y sin garantías de futuro. Y se fue pocos días después de que el alcalde anunciara que su equipo de gobierno estaba fuerte y que no habría más cambios en lo que quedaba de mandato. Once días después, quinta crisis municipal y la sensación de que ese equipo no está bien engrasado.