En estos tiempos en que nadie sabe casi nada de nada, aunque todo el mundo pretenda saberlo todo de casi todo -yo el primero-, conviene recordar algunas cosas básicas que deberían ser bien conocidas por todo el mundo, aunque nadie parezca tener la menor intención de conocerlas. Y el primer hecho elemental que hoy parece haberse olvidado es que el autoritarismo no es sólo una condición inherente a la derecha, sino que también puede serlo -y lo ha sido muchas veces- en los ámbitos de la izquierda. Basta que el reformismo y el gradualismo -es decir, la voluntad de pactos y de acuerdos- sean desterrados por completo del discurso político, para que se entre de inmediato en el terreno del autoritarismo, llámese estado de emergencia o democracia popular. Y tan autoritarias son las leyes que limitan los derechos de reunión y expresión (cosa que hace la derecha más reaccionaria), como los decretos que supeditan la democracia parlamentaria a las decisiones «del poder ciudadano» (cosa que hace la izquierda radical). Estas cosas son elementales, pero se han olvidado porque el recuerdo cruel de las brutalidades del franquismo nos hizo olvidar las brutalidades no menos vergonzosas que tuvieron que padecer todos los que vivieron sometidos al «socialismo real».

Otro principio histórico que no conviene olvidar nunca: hay movimientos que pueden unir los peores instintos demagógicos de la izquierda y de la derecha. Y el más significativo es el nazismo, aunque hoy en día nadie quiera asociarlo con la izquierda. Pero Hitler y el nazismo, nos guste o no, fueron en sus orígenes un movimiento antisistema que llegó al poder de forma democrática gracias a los votos de los electores y en nombre de un partido que decía representar a los trabajadores (el Partido de los Trabajadores Alemanes Nacional-socialistas). Y la campaña electoral que llevó al poder a Hitler en Alemania, en 1933, no se dirigía contra los comunistas ni los judíos, sino contra la derecha conservadora de Von Papen. Los argumentos de Hitler pueden leerse en la biografía de Ian Kershaw y son sospechosamente parecidos a los argumentos contra la casta política que se oyen hoy en día: Von Papen y su pequeño círculo de reaccionarios no representaban a nadie, mientras que él, Hitler, se definía a sí mismo como «un caudillo con fuerza propia, arraigado en el pueblo, que ha trabajado y luchado por ganarse su confianza». Y por si fuera poco, Hitler anunció que iba a renunciar a su salario de ministro (él tenía, según proclamaba con orgullo, ingresos propios gracias a las ventas colosales de su libro «Mi lucha»), mientras que Von Papen, que tenía una fortuna de cinco millones de marcos, no había renunciado a su sueldo de canciller. La historia, por tanto, es mucho más antigua de lo que nos creemos. Y otra cosa que mucha gente ignora es que Hitler llegó al poder porque en noviembre de 1932 se hundieron los partidos centristas (los socialdemócratas y los conservadores). Y como el Parlamento alemán se había vuelto ingobernable y nadie fue capaz de formar una mayoría estable de gobierno, el presidente de Alemania tuvo que elegir al candidato más votado (con un 33% de los votos), ese señor Hitler que prometía renunciar a su sueldo de ministro. El resto, como dice la frase, es historia.

Es evidente que no vivimos las mismas circunstancias históricas, porque contamos con un marco legal muy distinto y que por fortuna nos protege de los peligros que existían en la República de Weimar. Pero hay una peligrosa tendencia actual a creer que las instituciones y las leyes no tienen ningún valor porque están corrompidas o sólo son un instrumento al servicio de los poderosos. Y en épocas de crisis económica y desprestigio institucional, la pulsión autoritaria de las masas asqueadas por los privilegios de una minoría puede degenerar en formas de gobierno que no tengan nada de democráticas. Y en este sentido, no anuncia nada bueno el tono con el que se refieren a la democracia «formal» los nuevos líderes de la izquierda (que también, por cierto, anuncian a bombo y platillo que van a renunciar a una parte de su sueldo). Como tampoco anuncia nada bueno el inmovilismo y la portentosa falta de inteligencia de la derecha que ahora ocupa el poder. O sea, que ahora vivimos malos tiempos, pero nada nos permite pensar que las cosas vayan a mejorar si algún día el poder cambia de manos.