Tres caídas recientes, casi coincidentes en el tiempo -sólo unos pocos días de diferencia- han marcado las últimas semanas del panorama cultural malagueño; despedidas más o menos sensibles, que dejarán más o menos secuelas pero que evidencian un hecho al que pronto habrá que hacer frente: la pujanza cultural malagueña no se convertirá en una realidad estable y tangible hasta que en esta bendita provincia la cultura deje los modos antiguos y pueda ser una forma de vida.

Pero hablemos de los descanse en paz, cada uno con sus motivos pero que, de alguna manera, nos llevan a elucubrar que quizás nos encontremos ante un momento particularmente decisivo: el abandono de Damián Caneda del timón de la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento y el cierre de dos publicaciones de diverso pelaje pero que habían contribuido a la dinamización y participación de sectores hasta ahora desterrados de la discusión cultural -fundamentalmente, los jóvenes con inquietudes-, Modernícolas y La Taberna Global.

Uno puede estar de acuerdo con la forma de afrontar las cosas de Caneda -yo, particularmente, siempre he detestado ese afán por la subcontrata cultural y las concesiones a empresas privadas, algo que ha calado en nuestro tejido institucional de manera preocupante- pero, al menos, su empuje y su talante nos han movido a debates, discusiones y hasta a enfados, algo que, tras haber padecido a concejales-mobiliarios -o sea, con tanta iniciativa como un mueble- hay que tener muy en cuenta. A diferencia de otros, Caneda no entendía la cultura como la maría, como ese ámbito de relax y paz en que uno puede evitar todos los charcos políticos -recordemos que este departamento ha sido el tradicional dulce destierro de muchos concejales venidos a menos o chamuscados por escándalos en otras áreas, las suyas-. Y eso quizás haya sido lo que ha truncado la aventura política de Damián Caneda: cansado del escaso margen de maniobra que permite la burocracia, atenazado por el inmovilismo político, harto del mejor dejarlo como está.

El asunto de Modernícolas y La Taberna Global revela otra cuestión. Marta Sader, fundadora y directora de la primera, lo escribió muy claro al confirmar el adiós oficial de Modernícolas: «No podemos dedicarnos por ahora a un proyecto que nos exige tantísimo tiempo y esfuerzo y del que no podemos vivir. Nos encantaría poder seguir con Modernícolas, pero no parece posible si también tenemos que mantener nuestros puestos de trabajo, nuestra casa, nuestra familia y nuestros gatos». O sea que esa pujanza cultural con que se vende nuestra ciudad desde las instituciones -y los agentes dobles, público-privados, a los que tanto les interesa la palabra pujanza- no ha podido con la realidad: los artistas en Málaga no dejan de ser emergentes; que es una forma eufemística de decir que todavía no se han comido un rosco.

Lamentablemente, pronto habrá más bajas. Muchos artistas están cansados de batallar para perder siempre -«Antes luchábamos contra el ninguneo; ahora, contra el mamoneo», me dijo una vez un creador-; otros, cuando poco a poco la recesión y la crisis se vayan disolviendo intentarán regresar a sus profesiones precrisis -no se imaginan la cantidad de gente que se metió en esto de la cultura cuando cayeron sus empresas de la construcción, inmobiliarias o despachos de abogados: se trataba de monetizar hobbies o vocaciones- y los que han hecho negocio con esta efervescencia -que los hay- habrán amortizado sus esfuerzos socializadores en los pasillos de las instituciones. El arte no puede vivir de la promesa eterna, de la pujanza, del futuro, del ya cambiarán las cosas en el sistema o del ya cobraré la próxima cosa que haga pero de momento esto me sirve para promocionarme.

Afortunadamente, no regresaremos al páramo cultural que era Málaga en, un poner, los años 90, cuando, por ejemplo, el aficionado curioso a la música dependía casi exclusivamente de la programación del Teatro Cervantes; pero tampoco jamás llegaremos a esos ejemplos con que tanto se ha hecho salivar a los malagueños -¿La nueva Barcelona? ¿La nueva Berlín?-. Y entonces, nos preguntaremos: ¿En qué hemos fallado para no cumplir la promesa que nos hicimos a nosotros mismos de ser más y mejores? Echaremos la vista atrás y recordaremos que muchos de los que impartían cursos de literatura creativa eran básicamente gente que jamás había sido publicada por alguien que no fueran ellos mismos; que los hosteleros que buscaban exposiciones de artistas locales para las paredes de sus locales lo hacían para tener una buena caja el día de la inauguración -los amigos y familiares siempre apoyan con una cervecita o un vino-; que algunos actores y actrices se llevaban sólo 10 euros por jornada haciendo hasta 5 sesiones de microteatro; que en algunos centros culturales hasta cobraban a sus artistas por exponer -y no, no me refiero a comisión por venta de obra-... Y tantas otras cuestiones disfrazadas con la palabra pujanza. Cuando la escuchen, cuando oigan términos similares como emergente, por favor, párense, no se dejen engatusar por el verbo florido. La cultura no son palabras bonitas ni ensoñaciones apetecibles. Hasta que no nos quede eso claro...