El corrosivo articulista Jeremy Clarkson titulaba el pasado domingo su columna semanal del Sunday Times londinense con un explícito «Si los escoceses se quedan, podríamos votar para echarles a patadas». Con el lenguaje descarnado del buen periodismo, se recordaba que el referéndum no se acota a los independentistas. Los unionistas también votan. Hoy resulta facilón adivinar el resultado del referéndum en Escocia, lo cual no debe disuadir de intentarlo. En resumen, las consultas plebiscitarias sobre cuestiones radicales registran virajes de último minuto, en favor del mantenimiento de la situación vigente.

Un referéndum de independencia implica caminar al borde del abismo. Llegado el momento de dar el salto, un porcentaje reseñable de votantes se asustan y retroceden. El status quo tiene una importante ventaja de partida, según se encargó de recalcar el autor del primer sondeo de entidad que hablaba de una victoria del «sí» en Escocia. Se enfrentaba con esta cautela a los resultados de sus propios sondeos, comportamiento inaudito desde España. Así en Quebec como en el anterior referendo escocés, poco antes de la consulta se hablaba de un sesenta por ciento favorable a la disociación o devolución. Sin embargo, la ventaja se esfumaba en el tramo final.

Ganar un referéndum de independencia supone imprimirle la seriedad suficiente a la consulta para no dilapidar ni un voto, además de moldear el carácter festivo necesario para no amedrentar a los ciudadanos lastrados por la vinculación previa. Los responsables de sondeos británicos, dotados de la franqueza de admitir sus limitaciones, se suman a los políticos de idéntica nacionalidad que anteponen el respeto ciudadano a falsas apelaciones a la legalidad. David Cameron recordó que el partido de Alex Salmond ganó las elecciones escocesas «con la promesa de un referéndum. Yo podría haberlo bloqueado, pero soy un demócrata». Es innecesario enfatizar el paralelismo con la actuación de Rajoy en Cataluña, sin ánimo de establecer un escalafón de demócratas. Al presidente del Gobierno le conviene otra frase victoriosa de su colega británico, «las grandes decisiones hay que afrontarlas y no eludirlas». Claro que el líder del PP continúa tratando al referéndum catalán como si tuviera lugar en Escocia. O más allá.

Los independentistas escoceses han perdido con un censo electoral rebajado hasta los 16 años, un rejuvenecimiento contemplado asimismo en la ley de consultas de Artur Mas. Pese a las inevitables comparaciones entre Escocia y Cataluña, que solo Rajoy niega, los independentistas catalanes han cometido el flagrante error de encomendarse a una victoria del sí en la porción septentrional del Reino Unido. Su desmejorada capacidad analítica obliga a cuestionar sus visiones edénicas de la independencia propia, apoyada en datos igualmente endebles.

El pálpito independentista, que la magnitud del envite no permite identificar con un voto a favor de la fractura, es superior en Cataluña. La cobertura que la prensa británica ha dedicado en los últimos meses al referéndum escocés no alcanza ni al uno por ciento de la tinta derramada en Madrid, para amonestar a los incorregibles catalanes. Sin embargo, la ley del valor añadido del status quo anula la victoria independentista, salvo que un esfuerzo adicional de Rajoy disuada a quienes desean liberarse de un PP especialmente rancio. La confusión de la doble pregunta también entorpece los designios separatistas. El escueto «¿Debería ser Escocia un país independiente?» homenajea a la claridad anglosajona. En cambio, la bifurcación timorata de la propuesta de Artur Mas garantizaría una mayoría apabullante a la consideración de Cataluña como Estado en el primer interrogante, pero el segundo sí se quedaría por debajo de la mitad de votantes.

La euforia infundada de los independentistas catalanes no altera las lecciones del referéndum escocés para el Gobierno de Madrid. El no escocés invita al PP a concluir que la consulta catalana es innecesaria, por la previsible negativa de los ciudadanos a avalar la independencia. Ahora bien, un resultado afirmativo en Escocia también desaconsejaría el referéndum catalán, dado el peligro de la imitación explosiva. Si dos argumentos antagónicos conducen a la misma conclusión, es imposible razonar. Por tanto, y al margen de Rajoy, en Escocia se ha desmontado la visión edénica de la fragmentación estatal. Hoy es más fácil votar en Cataluña contra la independencia de Cataluña, pero tampoco se puede. A Cameron le costaría entenderlo.