Describen los biógrafos a Salomón Ibn Gabirol como «melancólico y retraído», y a su pensamiento como «el de un romántico en un mundo racionalista».

No cabe duda de que Hamilton Reed Armstrong tuvo estas cuestiones en mente cuando concibió la escultura en bronce que, desde 1970, recuerda en los jardines de la calle Alcazabilla a uno de nuestros más ilustres conciudadanos: aquel filósofo y poeta hebreo del siglo XI que orgullosamente se definía a sí mismo como Al Malaquí (El Malagueño). La figura transmite una sensación de ensimismamiento sereno.

Mis caminatas vespertinas me conducen con frecuencia hasta la estatua.

Y últimamente me parece advertir algo distinto en la expresión de su rostro: la circunspección que tan bien captó Armstrong se está transformando en un claro mohín de disgusto. ¿Qué le pasa a Gabirol? Pues ni más ni menos que lo mismo que al resto de pobladores del entorno: el magnolio y hasta el césped se mueren -literalmente- de pena ante la chirriante proliferación de barriles, faroles, cables, maceteros, mesas, sombrillas, mostradores y cachivaches varios (emplazados y hasta anclados sobre suelo público) que arruinan de forma irremediable la calidad visual del entorno e imposibilitan su disfrute a los no consumidores.

Así, el jardín, que debía servir de propileo a la acrópolis picassiana, se convierte en la cochambrosa trasera de los veladores de un popular establecimiento hostelero.

La otra tarde me pareció escuchar que Gabirol musitaba este lamento para sí:

-Por favor, déjenme tranquilo. Quiero volver a mi pedestal.