Del nuevo premio Nobel de literatura, el francés Patrick Modiano, he leído una docena de novelas pero sólo recuerdo bien una. De Dora Bruder, El horizonte, Reducción de condena o Calle de las tiendas oscuras, por ejemplo, me vienen a la cabeza escenas sueltas, algunas frases, la atmósfera, retazos de su argumento, un nombre propio, la época en la que se sitúan. Libros, juraría, bien escritos cuya vocación es diluirse en el aire, procurar no convertirse en un peso en la memoria, hacer pensar lo justo para que ese pensamiento no se transforme en obsesión. Libros, quizás, donde la historia es menos importante que el paño húmedo que la va borrando de la pizarra.

De En el café de la juventud perdida, sin embargo, me acuerdo de casi todo. Me acuerdo de que hay unos cuantos hombres intentando reconstruir las circunstancias de una mujer llamada Louki a la que frecuentaron cuando eran jóvenes; y que cada uno va por su lado pero que Modiano va trenzando sus remembranzas para construir con todas ellas un tapiz inteligible. Me acuerdo de que hay un escritor obsesionado con las zonas neutras de las ciudades y de las personas, esos espacios de materia oscura refractarios a ser clasificados, topografiados, entendidos o reducidos a un concepto, y que es ahí a donde hay que ir a buscar lo que de verdad importa: el amor, la eterna juventud (y el eterno retorno), las razones para seguir vivo. Me acuerdo de que hay un individuo que se pasa todas las horas de todos los días que está abierto al público un café, Le Condé, anotando el nombre, el tiempo que pasa dentro, dónde se sienta y con quién y la dirección de todos sus parroquianos, sólo eso. Me acuerdo de un marido abandonado, el de Louki, que contrata a un detective para que la encuentre, y al detective, que la halla sin problemas, negándose a darle esa información porque se pone de parte de la juventud y la necesidad de alegría de ella y en contra de la madurez pesada y melancólica de él. Me acuerdo de una librería que abre de madrugada, de la intensa luz de una lámpara que deslumbra a uno de los narradores, de los libros que los personajes van leyendo, de las muchas veces en que se mencionan estaciones de metro, de un perro que se mete en una iglesia. Me acuerdo de que alguien dice que cuando eres joven te fías de la vida. Me acuerdo de otro que llegaba a la conclusión de que hasta los fantasmas se mueren. Me acuerdo de un tercero que proclama que cuando queremos a una persona tenemos la obligación de aceptar la parte de misterio que hay en ella. Me acuerdo de las llaves de una casa de Mallorca que nadie llega a visitar. Me acuerdo de una cita del situacionista Guy Debord y de que en varios pasajes se recomienda la lectura del filósofo Nietzsche para entender, gracias a él, lo que pasa. Me acuerdo de muchas cosas más y también del final, esa puntada última magistral de Modiano, pero esto no lo voy a desvelar.

El premio Nobel de literatura se equivoca, como todos los premios, muchas veces. Cuando hace pocas ediciones se lo otorgaron al también francés Le Clezio, muchos dijeron que su compatriota Modiano lo merecía mucho más (algunos se decantaron entonces por Pierre Michon o por Pascal Quignard). Bueno, pues ahí está: traducido casi al completo, disponible y con una feliz mezcla de libros olvidables e inolvidables.