El domingo me encontré una hora. Miré el reloj y no pude reprimirme:

-¡Coño, una hora...! -exclame.

Incluso sabiendo que por algún rincón debo tener unas quinientas setenta y ocho mil horas acumuladas -o más-, encontrarme esta hora me hizo ilusión, a pesar de saber que es solo una, y que se irá desvaneciendo hasta morir en tres o cuatro días. Después me acongojé, porque teniendo tantísimas posibilidades no se me ocurría qué hacer con ella. Simplemente, me quedé alelado en la metafísica: ¡Tanta gente con una hora...!. Si nos uniéramos ordenadamente seríamos un ballet universal. Una hora de todos a una, sería como lo de Fuenteovejuna, de Lope, pero sin matar al comendador, aunque no sé, hay algunos comendadorcillos por ahí, que quién sabe... Me acordé de Góngora y de aquello de «mal te perdonarán a ti las horas;/las horas, que limando están los días,/los días, que royendo están los años», pero pasé de ello. Y me acordé de aquello de que si perdemos una hora por la mañana nos pasaremos todo el día buscándola, y también pasé de ello. Tenía conmigo un regalo divino, el tiempo de una hora, nada menos, y no atinaba a descubrir en qué emplearla. Pensamientos y pensamientos: ¿Cuántos no estarán en su última hora, sin saberlo? ¿Cuántos precoces no habrán programado su maratón sexual a las tres menos un minuto, para anotarse la ilusoria hazaña de veintitrés horas y dos minutos en el placentero tajo? ¿Cuál de los mellizos será civilmente mayor si el primero nace a las tres menos un minuto y el segundo cinco minutos más tarde...?

En este trance me hallaba cuando, toc, toc..., compareció Bretón -el gabacho surrealista-, y con él su reflexión de que el pensamiento y la palabra son sinónimos, y me recompuse: Estaba dedicando la hora regalada a pensar sin corsés ortopedizantes, dejando que pesquis, cacumen y caletre se jalearán entre sí a ritmo de bossa, y fluyeran y pulsaran el interruptor de alguna luz que me cambiara ignorancia por noción y noción por conocimiento. Una hora da para mucho y siempre viene bien para habérnoslas con nuestros adentros, que son tan tiquismiquis que cuando no los visitamos a diario reaccionan como enemigos crudelísimos. El entorno nos enseña tanto a disimular que, cuando ocurre el momento mágico de darnos de bruces con nosotros mismos, nos hablamos de usted, pensando que somos otro; lo peor de esto es cuando nos contestamos y nos justificamos y nos aferramos a lo que no somos, que tantas veces ocurre... Cortázar -no recuerdo dónde-, escribió que nos levantamos, nos duchamos, nos peinamos, nos perfumamos, nos vestimos y, así, progresivamente, empezamos a volver a ser lo que no somos. Bella imagen la de Cortázar, que explica bien a qué no dedique la hora que tantísima ilusión me hizo.

Los adentros y los afueras también son cosa de nosotros, los turísticos. Las circunstancias y las realidades a las que venimos enfrentándonos en la Costa del Sol como destino turístico nunca fueron cosa de la casualidad, ni de la providencia. A lo largo de nuestra historia, en todas las circunstancias, nuestra participación ha sido -por exceso, por mesura o por defecto-, consecuencia directa de nuestra capacidad y pericia en la gestión de la oferta, y de la calidad, cantidad y diversidad de la misma, observadas desde la auténtica gobernanza, sensu stricto. En los inicios, nuestra incultura turística -nadie nace sabiendo- nos empujó de la ignorancia a la noción, y ahí, en la mera noción, hemos vivido demasiados años, sin avanzar, propiciando que las causas de algunos problemas moraran justo en las políticas bienintencionadas que pretendían resolverlos. Hemos vivido instalados en soluciones provectas aplicadas a los síntomas, como esperando el milagro de que el jarabe que palia el dolor -síntoma- aportara algún efecto sanador sobre las causas, que sempiterna y recalcitrantemente hemos preterido año tras año.

El peso económico del turismo en nuestra provincia jamás estuvo para pinitos contorsionistas manejados desde la mera noción, que siempre es lábil. Ahora menos. Solo el conocimiento -que es como la noción, pero en bien- puede guiarnos en la decisión de qué ser, basados en la auténtica gobernanza, o sea, prescindiendo de objetivos cimentados exclusivamente en la rentabilidad económica cortoplacista, en la rentabilidad política cortoplacista, o en ambas rentabilidades.

¡Coño, otra hora..., acabo de encontrarme otra hora! Esto promete, tú...