Ayer se inauguró la Casa de Gerald Brenan. Ahora ya con mayúsculas casa, porque se ha convertido en institución. O, al menos, en foco cultural. Uno lleva toda la vida pasando por el casoplón de Brenan en Churriana. A veces para desayunar en bendita cafetería cercana, célebre en cincuenta kilómetros a la redonda por el tamaño de sus molletes y lo crujiente de sus churros; en ocasiones para acudir al rito de la prosaica compra del sábado por la mañana; no pocas veces en dirección a la noche o la nada, al cine golfo, al encuentro de novias, fantasmas o epitalamios. O incluso hacia el domingo familiar de barbacoa y Fanta de la que se vuelve con una melancolía entreverada de goles jaleados por Pepe Domingo Castaño. Siempre al pasar le invadía a uno el mismo pensamiento: esto se cae a pedazos. Como la casa de Cánovas. Pero una feliz conjunción de descuajo, actividad, sagacidad y entusiasmo han dado en que el inmueble se rehabilite, se acepte un proyecto atractivo e imaginativo y la Casa de Brenan sea a partir de ahora un lugar para el saber y la cultura, para los coloquios o la dulce anarquía de divagar al atardecer sobre Gran Bretaña, para encontrarse a Ian Gibson o a Loquillo, a un descendiente de Marañón, a jóvenes que saben qué es el Adonais, a viejos vestidos de tweed que fueron amigos de James Ivory. Un lugar para la decadencia y tal vez para pontificar sobre el cricket con un gin tonic en la mano, y un purito en la otra. Para charlar sobre la pertinencia de las novelas de Amis o acerca de cuál es la mejor traducción de ese soneto shakesperiano con el que conquistamos a una administrativa de Lugo. Ensoñaciones aparte, Málaga tiene un nuevo atractivo cultural que, dicho sea de paso, posee más simbolismo y magnetismo que presupuesto. Málaga no salda una deuda con Brenan porque Brenan exprimió a tope la vida y los lugares por los que pasó. Si acaso, teníamos un oportunidad nosotros para apropiarnos de su figura, reivindicarla y propagar su legado, que no es otra cosa que unas miles de páginas donde se da testimonio de cómo somos los españoles, cómo se vivía en una época y cuan rápido nos hierve la sangre para ponernos aplicadamente a matarnos unos a otros sin memoria ni contemplaciones. Uno imagina a Brenan y Woolsey en un patio que huele a naranjos, tomando té y charlando de amanecida con un huésped ilustrado que pide un poco más de mermelada de melocotón. La bandera británica colgada en el balcón y de lejos las llamas del odio. Uno pasa ahora por la Casa de Brenan y le dan tentaciones de entrar e indagar invocando a don ´Geraldo´ sobre nuestros propios laberintos.