El 24 de octubre el poeta Antonio Muñoz Quintana, de 45 años de edad, falleció en Málaga. Su corazón, pendiente de un hilo desde que era un niño, dejó de latir en varios idiomas: los que él estudiara -como el ruso, el alemán, el latín o el esperanto- y los que le estudiaron a él (el idioma de la poesía, el del amor, el de la sonrisa, el del dolor, el de la ternura y el de la amistad, entre otros) para mejorar su vocabulario y su música. Dejó dos libros extraordinarios («Canciones para un pequeño circo ruso», Monosabio, Ayuntamiento de Málaga, y «Miedo a los perros», Publicaciones Universitarias de Zaragoza), un cuento emocionante («La señora van Konignemburg y los perros licenciados», Árbol de Poe, con ilustraciones de A. L. Calvo Capa) y varias plaquettes. Dejó versos memorables, destellantes, salvíficos, milagrosos. Dejó el verbo dejar, en el que no creía porque ensuciaba la ropa y los sentimientos. Dejó varias despedidas (a un payaso, a un funambulista, a un titiritero) mientras confesaba en varios pasajes de su obra que no sabía decir adiós. Dejó una «Ley de la Levedad», así la denominó, que se resume en un dístico de alcance universal: «Mi amor es perfecto/ la realidad es imperfecta». Dejó muchos perros sueltos (perros que le acosaban, perros a los que él acosaba; perros hambrientos, perros como dioses, perros apedreados) que corretean por sus páginas y las hacen festivas unas veces, peligrosas otras. Dejó una clave para entender su vida y todas las vidas cuando señaló que en el camión de la basura se encuentran diamantes, una declaración de intenciones, que suscribiría cualquier poeta de cualquier época, que reivindica lo desechado como fuente de sabiduría y lo inútil como motor inmóvil de la existencia. Dejó un anhelo («daría una vida para tener/ una vida que contar») que se ha convertido en su epitafio, en su profecía, en el ruego que nos hace a sus lectores y a sus amigos para que contemos la vida que él ha dado para tener, en efecto, una vida que contar.

Antonio Muñoz Quintana escribió en una ocasión: «No hay alma en mí./ No resucitaré/ si hay vida más allá de la noche». Pero también escribió: «invento un alma hecha de palabras». Y: «el alma de la bala no hiere». Y: «esta piedra/ me presta su alma». Y sobre todo este haiku inolvidable: «Vuelo/ un gorrión sostiene/ mi alma». En las palabras, en la bala (que no hiere, esto es importante), en la piedra, en el gorrión: el alma de Antonio Muñoz Quintana no estaba en él sino fuera de él, repartida por todos los seres del mundo. Un alma generosa, expandida, hecha miguitas para alimentar a las palomas, veloz, liviana, certera, exploradora. No un alma «en mí» sino un alma ahí, un alma dónde, un alma qué, un alma cuándo, un alma porque sí, un alma luego, un alma punto y seguido, un alma dos por dos, un alma vértigo, un alma apátrida, un alma que no sabe (ni quiere) medir el tiempo, un alma en las grietas, un alma barco oxidado que sueña con el barco lanzado a toda máquina que fue, un alma brazos vacíos o llenos de «una catástrofe desnuda». Muchas almas las de Antonio Muñoz Quintana que no necesitan resucitar porque no se disolverán, como él ha hecho, en el aire. Se ha ido porque no tenía ninguna teoría y porque le acobardaba «el paso de los ferrocarriles». Pero su alma no. Tu alma, querido Antonio, no.