Nunca había visto una ciudad asediada por el agua. Jamás de esa manera. Málaga rodeada de agua por todas partes y bajo un cielo rompiéndose en gris turbio. Y pocas trombas después, en colérico granizo. Fue a la hora del aperitivo en el Mediterráneo. Al final del mediodía, los cristales de La Gaceta tenían gruesas estrías de lluvia y muescas por las piedras blancas que los habían herido. Unas horas donde la luz enmudeció de repente y enseguida empezó a movilizarse nuestro trabajo. Periodismo precipitado, sin gabardina, dispuesto a meterse en los charcos que hiciera falta. No sabíamos entonces que sería en varias mareas donde nos meteríamos. Cámaras fotográficas en alto, libretas abiertas en la cabeza, nerviosos pero atrevidos en las batidas por las calles bloqueadas por la masa blanca sobre la que empezaba a caer de nuevo la ira de agua. Y entre el grito sordo de la lluvia, el de la gente asustada refugiándose en portales, en los comercios. Angustia amenazada por una lluvia que silbaba áspera y fría, que hacía imposible la fluidez del tráfico. Llovía, llovía, llovía. Y el viento se sumó al fragor de la tormenta sobre una ciudad desprevenida que se quedó a dos velas, tiritando de humedad, de incertidumbre, de miedo.

Yo nací en noviembre. Y nunca me he mojado tanto, personal y profesionalmente, como en aquellos días de aquel noviembre de 1989 en los que la insurrección de la lluvia fue una canción constante, la vieja pesadilla de Noé, el naufragio que convirtió Málaga en barro y drama. Con los primeros estragos me tocó coordinar, desde la redacción junto con otros compañeros y sin comer, el caos de las informaciones telefónicas que se iban y venían, los datos oficiales que también se entrecortaban, hasta que me subí al Dos Caballos rojo de uno de nuestros fotógrafos en dirección a Carretera de Cádiz desde dónde nos habían alertado de una marea que crecía por la avenida de Velázquez. Había que intentar cubrirlo todo. Imágenes y testimonios de primera mano. Un buen periodista tiene que mojarse los zapatos, mancharse de realidad y de paisaje. No conseguimos pasar de El Corte Inglés. El agua se embalsaba turbia en todas direcciones. Comenzaba a subir de nivel con mucha velocidad. Salimos del coche por las ventanillas. Cortés no dejaba de disparar refugiado detrás de su cámara, sin dejar de repetir joder, joder, joder. Zarandeados por la corriente conseguimos alcanzar el edificio de Hacienda y en escasos minutos los vehículos eran piezas de colores a la deriva. Unos se habían quedado vacíos y amordazados por el agua. En otros había conductores aferrados al volante. Parecían niños asustados y torpes a bordo de coches de choque. Empapados y expectantes pasamos por la Alameda y vimos la fuerte y amarronada corriente del río que lamía el ojo de luz del Puente de Los Alemanes. Fue curioso ver a un grupo de personas, con impermeables, contemplar impávidos el espectáculo. Igual que si fuese una obra en construcción. No sabíamos que en ese momento, muy cerca, la Trinidad era un barrio veneciano. Qué más lejos, el polígono del Guadalhorce estaba a punto de ahogarse.

La tarde se hizo muy larga en la redacción. Todos escribíamos de lo mismo. Entrevistas telefónicas, crónicas inspiradas en las fotografías, en testimonios, en las informaciones cruzadas con las administraciones, con conocidos y familiares en otros barrios, con nuestras propias experiencias de campo, mientras la luz jugaba con nosotros al escondite. Llegué de madrugada a casa soñando con un baño caliente y encontré al viento, que azotaba la fachada, silbando a dentro tormenta y mar. El tamaño de la lluvia también era alto. Llegaba hasta la planta once e irrumpía violenta por las rendijas de las ventanas. Dos horas colocando toallas, mantas, achicando el allanamiento de morada con fregonas a dos manos. Toda la noche escuchando cantar a la lluvia airada.

Amaneció el campo de batalla y el vendaval de agua seguía insaciable. Todo el paisaje de la ciudad y su periferia habían sido degradados por la borrasca que había llegado para quedarse. Creo recordar que fueron tres semanas y media. Demasiado mal tiempo al que ponerle la buena cara de la prensa. Sin embargo, todos los profesionales de entonces lo hicimos. Laboriosamente y a destajo contamos lo que pudimos. Todos nos resfriamos y todos anduvimos entre los escombros y el barro. Ninguno hemos olvidado aquel noviembre y el olor a cadáver de la ciudad ahogada. Lo curioso es que si la marabunta de la lluvia volviese, Málaga sería de nuevo un polígono frágil, un naufragio de repente. Está claro. Los políticos sólo se acuerdan de Santa Bárbara cuando llueve.