Tenía un R-8, color azul intenso. Me gustaba el coche porque cuando metías las marchas parecía estar en un rallye. A mis cuatro hijos, sobre todo a los mayores, les gustaba también el coche. Con este R-8 y con más miedo que vergüenza tuve que ir al colegio donde estudiaban, en la colonia Santa Inés. Con esfuerzo porque apenas si funcionaba el teléfono llamaron a casa y era necesario recogerlos. Eran más menos la cuatro de la tarde. Mi mujer llevaba tres horas en la parada donde se detenía el autobús, en Playamar. Con espíritu legionario, no quedaba otra, me eché a la carretera antigua que iba de Torremolinos a Málaga. Al llegar al puente sobre el Guadalhorce el río estaba a punto de vomitar. Cañas, árboles y torbellinos de matojos que arrastraba el Guadalhorce desde las cañadas del valle estaban a punto de taponar el puente. Había llovido con el cielo abierto en canal, más menos 145 litros por metro cuadrado en el aeropuerto de Málaga. Atravesar la bahía que se había formado en el cruce del aeropuerto aún se almacena en mi memoria pero el R-8 respondió y pude llegar a la antigua colonia de Santa Inés donde estaban los colegios de mis hijos, El Romeral y Sierra Blanca.

Es sorprendente, pero de aquella tarde, mi mayor recuerdo no fue encontrar a mis cuatro hijos, con los ojos como lámparas, a punto de vivir una aventura no esperada, ni deseada, sino el olor dulzón del agua color chocolate que lo inundaba todo. Este olor se me había metido cuando atravesaba el puente del Guadalhorce y las aguas estaban a punto de saltar por encima del puente de hierro, convertido en un inmenso tapón porque las cañas y los árboles lo estaban atorando. Un olor dulzón que ya de niño había sido mi compañero en los meses de invierno cuando el río Genil, en la vega de Chauchina (Granada) se le hinchaban las pelotas, inundaba las alamedas, llegaba al pueblo con calles de barro y donde los chavales nos montábamos en unos zancos hechos con los troncos del tabaco.

Digo, pues, que llegar desde Torremolinos a la Colonia me había acojonado. Hoy, más menos, las alcantarillas tragan agua, las calles están medio asfaltadas, la carretera de Cádiz era entonces como un tobogán, con baches volcánicos (atravesar la alberca, que no piscina en esta calle, a la altura del colchón Flex, un hito del coche R-8), pero entonces no era fácil y más cuando el cielo más negro que una sartén de asar castañas amenazaba con hacernos pagar tanto pecado. Así y todo, llegué al colegio. Algunos padres, más chulos que un 8, sacaban pecho. Había que «salvar» a los retoños.

Y la pregunta me llegó: ¿Y ahora qué hago? Con el Guadalhorce impidiendo regresar a Torremolinos, desbordado por sus cuatro costados, con un mar levantisco por el levante que impedía el desahogo de las aguas que bajaban en torrentera de los montes de Málaga. Para emplear una frase que se escupió en la única emisora que funcionaba, era la rehostia. (Gracias, SER Málaga, la emisora salva tormentas; gracias Paco García, gracias José Manuel Atencia, gracias Agustín Serrano, gracias Antonio Méndez, porque ellos hicieron periodismo de mucho calibre y de mucho servicio). Fue una tarde y una noche para guardar en los anales de numerosos padres. Como pude llamé a mi mujer y le comuniqué que era imposible volver a Torremolinos y que ya veríamos dónde pasar la noche.

«Hijos, les dije, nos vamos a un hotel». Y no a cualquiera, sino al hotel Málaga Palacio. Creo recordar que entonces lo dirigía Miguel Sánchez o algún director amigo. Y allí nos fuimos y hete aquí que me veo en el hall del hotel, con cuatro críos alborotados y gozosos porque iban a darse una merienda padre para recordar y dormir a cuerpo de rey; lo que se merecían. Nunca podré olvidar la cara que se les puso a Merche y Juande, Sergio y Ana cuando se abrió la puerta de la habitación, en la planta quinta.

Aquella noche, debido al diluvio universal, disfruté como un enano con ellos. Yo no sabía que había habido seis muertos, que protección civil era un asco, que los bomberos apenas si tenía medios y que arroyos de nombres tan sonoros, como el Jaboneros, se habían vengado de tanta desidia y abandono. Cuando mis hijos quedaron arrullados ya por una lluvia más mansa, asomado al puerto de Málaga dicté un artículo para Diario 16. Misión cumplida.