Como un libro abierto, el callejero desgrana la historia de la ciudad ya desaparecida desde las placas fijadas en las esquinas de los edificios. Nombres como Cortina del Muelle, Atarazanas o Puerta del Mar permiten la ensoñación salobre, un onírico flamear de velas lejanas entre las salomas de los marineros y el graznido de las gaviotas, en lugares de los que la línea de costa se retiró ya en tiempos remotos.

Hay otra encrucijada urbana, menos céntrica, en la que convergen dos vías llamadas calle Varadero y callejón de la Marina: aquí aún se obra el prodigio. Desde este punto, el tajamar de las jábegas todavía hiende las aguas del Mediterráneo, y esto no es una ensoñación, sino una jubilosa realidad. Un viejo barrio de pescadores en el que se erige un taller de carpintería de ribera en su extremo occidental, junto al que el espacio urbano se expande para atender las necesidades funcionales del astillero, una superficie amplia donde varar las naves que constituye un espléndido remate de un paseo marítimo caracterizado por los establecimientos donde degustar los productos del mar.

Hace poco se hablaba desde estas mismas líneas sobre esa milagrosa pieza urbana formada por los Baños del Carmen y Astilleros Nereo, que delimita con elegantísima nitidez dos maneras contrapuestas de ocupación del litoral. Pieza deteriorada sin duda, a través de la cual es conveniente conectar peatonalmente ambos tramos de la costa. Sin embargo, no es aquí una laminadora planificación de bulldozer lo que necesita, sino una cuidadosa microcirugía que suture los tejidos existentes de forma inocua, reconociendo las singularidades de cada uno de los elementos que la componen. En urbanismo, el noble arte de construir ciudades, la línea más corta entre dos puntos no siempre es recta.

*Luis Ruiz Padrón es arquitecto