Hubo quién tuvo ganas de abrir las escotillas y saltar con el báculo en la mano para fundar una civilización. Desde que Fray Bartolomé de las Casas, allá por su lecho de muerte, descubrió que los negros y quizá no sólo los indios lo mismo también eran personas, aunque sin exagerar, no se veía ningún hito semejante en la historia moderna de la cristiandad. El papa Francisco, virtuoso en el gobierno de la palabra y de los medios de comunicación, ha batido todos los récords en su pontificado. Nunca antes había tardado tanto nadie en el Vaticano en darse a la astracanada. Lo malo es que la frivolidad ha sido de calibre grueso, por más que fuera pronunciada en una charla distendida y en el pasillo del avión, que para los papas austeros es lo mismo que para los obispos de provincias la sala de las pastas y el coñac. Arguye Bergoglio que lo de la matanza de Charlie Hebdo es una tragedia (acabáramos), pero que meterse con la madre de uno, llámase Alá o María Dolores, bien merece una hostia lenitiva, o como mínimo, una bofetada y un tirón de orejas reprensivo y redentor. La aseveración, por desgracia, no tiene nada de inofensiva y se alinea con la peor lectura posible de un crimen vesánico, la de que habría que recapitular y reflexionar a la baja sobre los límites de la libertad de expresión. En lugar de aprovechar para dar un golpe de timón hacia la democracia y la modernidad, la Iglesia hace lo contrario y apuesta sibilinamente por sumarse al cuestionamiento del umbral de lo tolerado y de lo que resulta excesivo tolerar. La mayor prueba de madurez de una fe y de una convicción, pervirtiendo a Teilhard de Chardin, es la capacidad para soportar la duda. Y diría más, también el escarnio, la burla y la irrisión. Ningún credo, ningún concepto merece en este mundo el privilegio enfermizo de la inviolabilidad, el de no poder verse a sí mismo degradado hasta el esperpento, la sátira y la relatividad. Lo ofensivo no es parodiar un intento de absoluto, sino el paternalismo hacia unos ciudadanos a los que se cree incapaces de distinguir y asimilar los mensajes. La libertad de expresión es total o no es. Y la madurez de un pueblo consiste en aprender a interpretar y recusar con una conciencia autónoma; sin piras, bofetadas y sombra de alarmismo medieval.