Silencio, se habla. Aunque sea la imagen la que suene suave, en sombra, a contraluz. En psicológico blanco y negro o en perfecto color fotográfico. Un lenguaje llenando el espacio de una historia que vamor a mirar contándonos con música, con personajes, con diálogos llamándose lo mismo que la vida. Tejidos con las mismas letras del amor, del miedo, de la violencia, de la búsqueda, del misterio, de la huida, del dolor, del deseo, del paso del tiempo, de la muerte, de la aventura, de la esperanza. Y del horizonte en el que se funden en negro todas las películas que convierten ese instante en un espejo en el que reconocernos cómplices, reflexivos, crédulos. Si nos quedásemos hasta el final de los créditos descubriríamos nuestro nombre en ellos. En el fondo, también somos personajes de esa historia que ha sucedido dentro de nuestra mirada.

Cada vez que entramos en una sala en la pantalla se abre un nuevo mundo, inaccesible blanco hasta que se convierte en una realidad que ni siquiera habíamos imaginado y que es azul porque sólo el azul es donde hundimos la mirada y la respiración. En los planos, las escenas y las secuencias, contemplamos territorios reconocibles o fantásticos, diversos modelos humanos, una pluralidad de comportamientos y experiencias en las que podemos reconocer parte de nuestra naturaleza y la carga de sentimientos y problemas comunes que afectan a las relaciones humanas. Esta es la magia del cine. Crear otra manera de capturar los matices de la realidad y sus límites, sus afluentes, sus amenazas tangibles y sus grietas más tenues. No existe otro arte de la reproducción y del encantamiento que estimule de forma tan directa nuevas formas de pensar sobre los roles sociales, los paisajes habituales, las cicatrices de la piel de un país. Sirve para explorar, para evadir y para denunciar injusticias, la explotación, los problemas que afectan a un determinado lugar del mundo, y es capaz de convertir hechos anónimos en historias a las que amar. El cine no sólo moviliza al intelecto sino que penetra en lo afectivo para que nos sea más fácil entender un problema filosófico, haciendo que nos sintamos amenazados o protagonistas de la emoción aunque estemos a salvo en nuestra butaca.

No hay memoria sentimental ni mirada sobre las ficciones y desgarraduras de vida y del mundo que carezcan de esa magia del cine que a todos nos educó la infancia. Especialmente a quienes encontramos en la literatura y en las películas las enseñanzas del valor y de la justicia, la libertad de ser otros o de soñarnos héroes de nuestra propia aventura. La literatura y cine son artes narrativas, un pretexto para contar historias. La primera utiliza palabras y el segundo imágenes pero el propósito es el mismo: que la historia contada trascienda al lenguaje para convertirse en fuente de emociones y de sentimientos. Se dice que en el cine las historias se ven con los ojos abiertos y en la literatura con los ojos cerrados. En cualquier caso, las dos son un mapa con el que guiarnos en una ruta hacia nosotros mismos.

En la época actual el cine ha ido perdiendo estrellas de neón. A nivel internacional por el empuje de las excelentes producciones televisivas. Y en el caso de España por una larga crisis que va desde la subida del IVA, el recorte de subvenciones y el déficit de público hasta el mismo déficit de talento interpretativo y de guiones de calidad. Un problema que estriba en la vulgarización del público español, más refractario al cine made in Hollywood. Si observamos los éxitos más recientes de recaudación, como los 55 millones de Ocho apellidos vascos ó los 10 del último Torrente, está claro que predomina el humor fácil y el de brocha gorda. Lo que busca la mayoría de espectadores es pasar un momento divertido. Las disquisiciones filosóficas no abundan en el mercado cultural, y el cine no es una excepción. A pesar de que también existen espectadores que apuestan por buenos productos como fue Celda 211 de Daniel Monzón o afines al cine de autor en versión original. Escasos oasis culturales con propuestas frescas, mayor creatividad, mejores historias contadas, sean admirables documentales o excelentes películas con personajes dotados con alma. Esta línea ha tenido esta cosecha goyesca dos excelentes cintas: Relatos salvajes de Daniel Szifrin y La isla mínima de Alberto Rodríguez. Un puzzle de cuentos sobre la violencia explosiva y un thriller con atmósfera turbia. Las dos poseen sentido visual, descaro, brillantez y veracidad. Y sus protagonistas sobresalen por la seriedad de sus trabajos. Es justo que al destacar a Javier Gutiérrez y a Raúl Arévalo, dos cómicos que se desmarcan hacia registros psicológicos más aristados y penumbrosos con notable acierto, no olvidemos los descubrimientos de la maravillosa e inquietante Natalia Tena, la temperatura frágil de Bárbara Lenne o el oficio curtido en el teatro de Mercedes León, ni tampoco la fuerza que transmite Antonio de la Torre.

Nombres que se suman a la lista compuesta por Iciar Bollain, Daniel Trueba, Fernando León de Aranoa, Julio Medem, Isabel Coixet, María Ripoll, Luis Tosar, Eduard Fernández, Terele Pávez y Sergi López entre otros intérpretes. Su trabajo es el que puede darle a la industria española la riqueza técnica de Goya, sus matices para la ironía inteligente y el expresionismo filosófico y moral con el que penetró en la realidad y en sus enigmas. Las dotes que nos recuerdan la vieja maestría de Howard Hawkes, de Nicholas Ray, de Otto Preminger, de Fritz Lang, de Orson Welles y de otros magos a los que les debemos que el cine esté siempre detrás de nuestra memoria. Siempre delante de nuestra vida en una pantalla azul.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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