A veces se siente como un crujido mugriento. Algo remoto y despiadado a lo que asirse, una picadura subcutánea llena de imprecisiones, como pactada en otro tiempo para arrancarle la piel y hasta la colcha a los domingos. Desde hace más de diez años trato de sobreponerme a diario al hecho de estar tan sólo y continuamente a una llamada telefónica de poder volar. Y con eso no me refiero a uno de esos excesos líricos a los que a veces se entregan los cursis y las monjas transverberadas, sino lisa y llanamente a volar, como hacen los cóndores, las abejas y los zepelines. Un amigo al que quiero tanto que a veces me dan ganas de ponerle una peluquería, si no fuera por su incontrovertible calvicie, tiene un padre que vuela y cada vez que nos vemos, en ocasiones incluso sin palabras, me recuerda que si quisiera bastaría con fijar una hora para poner en marcha el ultraligero. Hasta ahora he sorteado la invitación con reiterado cálculo y desobediencia. Temo, le digo, que una vez en el aire me eche a llorar y al tocar suelo los de la prensa me descubran una cuenta en Suiza. O que no quiera volver a bajarme nunca, por no hablar del vértigo, ese lenguaje convulso, de piropo desterrado hacia el vacío. La última vez que el escritor Cristof Polo me vio combatir el vértigo corriendo a toda pastilla por un paso de madera me acusó de querer convertir la vida en una patología y de haber desarrollado un talento enfermizo para la simulación. El vértigo se acuña como una dolencia fina, en trágica paradoja. No se vuela porque se tienen demasiadas ganas de volar. Como aquella tarde en el desfiladero de los acantilados de Moher, cuando fui asistido por dos abogadas negras washingtonianas de dos metros que se ofrecieron a llevarme de la mano al darse cuenta de mi miedo o de mi imbecilidad, que en ese momento ya no era tanto por la altura como por la desesperación de no encontrar a nadie que me hiciera una foto con ellas y la enviase a mi madre para el salón. Pienso que como delantero centro yo soy de los que tirarían siempre e inconsolablemente los penaltis a las nubes, quizá con un aleteo zumbón de colibrí y la mano arremetida en el teléfono. Una sola llamada. Y asaltar el cielo. Como Pablo Iglesias. Pensando en otro país y en las amables negras del Washington.