Regreso, con ánimo siempre positivo, incluso en estos tiempos oscuros, a la hipótesis de Riemann y al refrescante mundo de las matemáticas virginales. Escribí sobre ella hace casi seis años. En estas mismas y hospitalarias páginas. Hoy casi todo lo que nos rodea en lo que llamamos el mundo real (es un decir) está peor. Mucho peor. Las cleptocracias nos ahogan. Provenientes del este de Ucrania, en los antiguos confines de la Europa grecolatina, vemos escenas que nos recuerdan viejas pesadillas. Solo ampliamente superadas en brutalidad por los horrores del fanatismo islamista, cada vez más cerca de nuestros cada vez menos alegres y confiados horizontes. Decía Isaac Newton que lo que sabemos es una gota de agua y lo que ignoramos es el océano. Los problemas de verdad comienzan cuando nos creemos que es al revés.

Han pasado ya 155 años desde que el matemático alemán Bernhard Riemann nos dejó el legado de lo que sigue siendo uno de los problemas más apasionantes del universo de las matemáticas puras. En el que pocas cosas superan la fascinación que produce la hipótesis de Riemann. Un maravilloso problema -o conjetura- que, con su función analítica zeta y ese prodigio que son los ceros no triviales, sigue obsesionando a los matemáticos, los ungidos y siempre envidiados navegantes de la que ellos consideran la ciencia suprema...

Tengo un buen amigo, eminente matemático y devoto de la hipótesis de Riemann. Un lujo en estos tiempos, donde los ejércitos de la noche (es frase de Norman Mailer) intentan devolvernos a un envenenado Paleolítico. Es este amigo estrella habitual en un inteligente blog madrileño que suelo visitar en mi calidad de blogger discreto y siempre respetuoso. Nos relataba en uno de sus comentarios que el legendario matemático neoyorquino Kenneth Appel fue alguien muy importante en el mundo de las matemáticas puras. Resolvió en 1976, junto a su colega Wolfgang Haken el teorema de los cuatro colores. Demostraron ambos que cualquier mapa de dos dimensiones, puede ser llenado con cuatro colores adyacentes sin que ninguno de los países representados compartan el mismo color. Interesante motivo de reflexión en estos tiempos.

Para resolver la conjetura de los cuatro colores, Kenneth Appel y Wolfgang Haken decidieron utilizar en 1976 uno de los gigantescos ordenadores de la época, el IBM 370-168 de la Universidad de Illinois. Fue ése el momento en el que se cruzó la línea divisoria donde estaban los límites de las matemáticas clásicas, las de Pitágoras y Newton. Fue el momento en el que dejaron de ser teoría en estado de pureza absoluta, para ser también ciencia empírica, abierta a la experimentación. Algo así como cuando el latín clásico dio origen a curiosas nuevas lenguas en los antiguos confines del Imperio Romano, como ésta, en la que con la humildad del que sabe que poco sabe, me dirijo a ustedes.