Estos días ha tenido lugar en Málaga el rodaje de una buena parte de la película ´Toro´, protagonizada por Mario Casas y Luis Tosar. Cinco jornadas de rodajes en la Victoria o Atarazanas, en barrios, en Alcazabilla o la avenida de Andalucía. Cada vez lo mismo: gentío ansioso por ver a los actores en acción. No es sólo el fervor adolescente de ver al ídolo guapo. Es el deseo incontrolable de asomarse a la ficción. De ver las calles cotidianas con otra mirada. De evadirse, de sentir la ciudad propia como universal, de contemplar una persecución entre dos que hacen de matones por ver si en la rutinaria vida se cuela algo emocionante. Sólo hay una cosa que guste más que acudir a determinados sitios: contar que hemos ido a determinados sitios. Un rodaje donde uno adquiere los tomates o aguarda el autobús mirando el Twitter, un paisaje cansino a fuer de cotidiano que se vuelve de pronto pista para cochazos que chocan, embisten y transportan a tipos con pistola es todo un acontecimiento. Inolvidable para siempre según para qué vidas.

En este mundo de exhibicionismo permanente y de vouyerismo de sofá, donde colgar foto de lo que se come o curiosear qué lee o ve o viste el vecino se nos hace uso común y casi obligatorio, en ese contexto de hiperrrealidad a la vista, la ficción no sólo no ha dejado de contar, sino que es imprescindible. Es el atractivo de lo inverosímil. El pacto de la ficción: acato que eso que la novela o la película me cuenta puede ser así a cambio de que me lo cuentes bien y me evada. El realismo mágico triunfó no porque sea creíble que una abuela levite a su antojo cuando algo no le gusta, sino porque el contexto narrado por García Márquez pide esa levitación, la hace necesaria, se nos conduce a ello. Es lógico que los leones hablen... en ´El Rey León´.

Luego está la admiración. No hay líderes. O los hay emergentes y rupturistas partidarios de revisar inclusive el sistema político constitucional. Pero tenemos deportistas y actores. A los primeros, como Tierno Galván dijera en un ensayo sobre los toros, les concedemos -al menos mientras estamos en el estadio- que son superiores a nosotros. A los actores, les transferimos sin embargo una admiración consistente en la envidia que nos da las muchas vidas que viven, las muchas gentes que son. Lo mucho que aman, lo mucho que comen (y están delgados) y lo ricos que son. O sea y también: su capacidad para la no rutina.

Una película. O, mejor dicho, un rodaje, es también una revisión a (lo que pudo haber sido y no fue) nuestra propia vida. Y tal vez, no tanto por haber querido ser Casas o Tosar o conseguir enamorar a la guapa chica que seguramente se disputen. Es que es el papel de director de la película (dueño del destino vital/ficticio de otros o de uno mismo) es el que realmente mola.