La publicidad, como relato de las aspiraciones («éste es el coche que me merezco») y los fracasos de las personas («si me ofreces hasta 3.000 euros, ¿en cuántos plazos podría pagarlos?»), acaba siendo un reflejo casi exacto de la sociedad a la que se dirige. Si dentro de quinientos años nuestros herederos nos analizaran retrospectivamente a partir de los spots que nos inundaban tendrían claro algo: que nos importaba más comer cosas que después pudiéramos evacuar fácilmente y nos acercaran a esa estúpida promesa de inmortalidad que llamamos «buena salud». En realidad, no es tan grave: la gestión de restos y la búsqueda de la posteridad son dos de los asuntos que han guiado la existencia humana desde el comienzo y, claro, la medida exacta de nuestra talla, de nuestra debilidad. Es algo comprensible. Lo que no entiendo tanto es que un trabajador de Balay o de Telecinco acceda a participar, supongo que gratuitamente, como protagonista en las campañas promocionales de su empresa. Supongo que a estas alturas las habrán visto? La de la marca de electrodomésticos, una sucesión de spots en que sus trabajadores te dan a conocer las bondades de sus productos; de fondo, tras las hermosas imágenes de un jubilado que les enseña la fábrica a unos escolares, detrás, casi imperceptible tras el eslogan «Gracias por elegirnos», está la amenaza: si usted no compra estas lavadoras, los que las hacen se irán a la calle. Luego está el «happy birthday» de Telecinco: la campaña «25 años de tu vida» también cede el protagonismo a los que están entre bambalinas, ésos en la sombra de las cámaras, para contar sus pequeñas historias cotidianas sobre los programas más populares. El mensaje oculto no es tan directo ni coercitivo de alguna manera como el de Balay; aquí se busca eso que gusta tanto ahora en la comunicación de los asuntos: dar la sensación de que quien hace algo es como tú y como yo, de esos ciudadanos que llaman «normales y corrientes», aunque, en realidad, viviendo como lo hacemos siguiendo unos esquemas de infinitos matices y particularidades, los ciudadanos «normales y corrientes» no existan. Pero, egotistas, encantados de conocernos como somos y desencantados con los sistemas gobernados por élites y estrellas, lo que queremos es que quien nos dirija y se dirija a nosotros sea exactamente igual a nosotros. No por casualidad, por poner un ejemplo, que los actores porno lleven años rebajando sus otrora estratosféricos salarios: lo X casero y amateur les come terreno. Porque queremos vernos haciéndolo, que les den a los semidioses y atletas del coito que durante años nos han hecho sentir diminutos y avergonzados.

Tanto Balay como Telecinco utiliza de la peor manera posible a sus empleados; sí, el verbo exacto es «utilizar»: empresas que facturan millones y millones nos venden la imagen de que son casi firmas familiares o, directamente, cooperativas; nos lanzan la idea para convencernos de que su éxito está vinculado al éxito de los profesionales que les prestan sus servicios, cuando todos sabemos que los trabajadores asumen en carne propia las pérdidas y fracasos empresariales pero rara vez disfrutan de sus números en positivo cuando vienen bien dadas. El problema es que no les cuesta demasiado convencernos de la bonita mentira: sí, alguien como nosotros, y nadie más debe ocupar los espacios públicos. Nos lo merecemos. Lo valemos. Adiós a ellos; hola, nosotros.

En ocasiones, después de la emisión de alguno de estos anuncios henchidos de bonhomía he visto uno de ésos tan acostumbrados de productos para acelerar tu visita al excusado. Y entonces siento que la parrilla publicitaria es un gran relato, sólido y coherente, la novela de nosotros mismos que escribimos sin saberlo, un libro sobre nuestras aspiraciones y, sobre todo, nuestros fracasos. Sobre vendernos.