Cristina de Borbón y su testaferro aspiran a sentarse en el banquillo como duques de Palma de Mallorca, título que ostentan hoy mismo. Contagian su descrédito al conjunto de la aristocracia y a los administradores de sus títulos nobiliarios. La hermana del Rey y su marido comparten el infortunio en aplicación de la doctrina conyugal evangélica. «Lo que ha unido Dios, no puede separarlo ni el fiscal por mucha voluntad que ponga». Borbón y Urdangarin se ampararon en su titulación ducal para cometer los presuntos delitos que los han reunido en el banquillo. Más importante todavía, su aristocrática condición debía dispensarles de la penitencia. Se dirigían a la plebe con el imperativo de Groucho: «¿A quién vas a creer, a mí o a tus ojos?».

Urdangarin se queja ahora de que ha sido juzgado mil veces. Debería añadir que la prosa caudalosa que ha suscitado no obedece a la arbitrariedad de sus juzgadores, sino a las tácticas dilatorias de sus compañeros de banquillo, que distorsionaban cada trámite en un proceso kafkiano intermediado por centenares de folios. Por dura que sea la peripecia judicial de Cristina de Borbón y señor, transcurre con un desahogo material envidiable al compararlo con los contribuyentes que pagaron sin rechistar sus aventuras penales y sus presuntas penalidades actuales.

Urdangarin descarga sus peculiares iniciativas sobre las enseñanzas que recibió en una escuela de negocios. En una versión chusca de la herencia recibida, aplicó los principios mercantiles adoptados en Esade, quizás con algún injerto de las admoniciones recibidas de su familia política. La prestigiosa Esade no volverá a utilizar al duque como referente de los cursos que imparte. Se ha tenido que desembarazar de hasta tres profesores que acompañaron a la infanta y el infante en el boyante Nóos.

La infanta se ha hundido en el caso Infanta por exceso de abnegados defensores, que se reunían en ámbitos tan selectos como La Moncloa o La Zarzuela. En cambio, Urdangarin tiene la ventaja de que su abogado no habla alemán. «Es un amigo catalán», lo definían despectivamente en la Casa del Rey. No por la amistad denigratoria, sino por la sospechosa extracción geográfica.