Se difumina la Semana Santa. Con eco de sordina, sin llegar a irse del todo, y una tenacidad en el uso de los informes turísticos que parece armarse con cierta jactancia belicosa, como si además de celebrar el rendimiento económico se quisiera emplear los datos para componer un mensaje triunfalista contra la disidencia y el vicio herético de la protesta. A nadie se le escapa que las procesiones, por motivos sustanciosamente ajenos a lo caritativo e, incluso, a la religión, aportan dinero y que eso, en estos tiempos desbaratados y violentos, debe constituir una prioridad, pero no hasta el punto de pagar un precio que trastorne salvajemente el sentido de lo público y de la vida en común. Con la excusa de combatir la crisis, los ayuntamientos españoles, auténticos puntales de la chabacanería y la destrucción, se han acostumbrado a convertir las ciudades en un espacio infinitamente venal. Se hacen tributos al dinero para generar dinero, empeñando si hace falta el derecho y hasta el alma de los lugares de mayor abrigo poético. Y en esto lo mismo da la imaginería barroca que una barra de bar. Si ahora es la Semana Santa la que congenia con el consumo, se le entrega todo sin reserva; desde el descanso durante meses de los vecinos a la arquitectura del centro, afeada en su parte noble con esa especie de cocherones abominables que sirven de abrevadero a los tronos y a los cofrades. Málaga llega tan lejos en su apoyo a la fiesta que hasta usurpa lo que parecía más difícil de usurpar: la libertad de no permanecer en un sitio a la fuerza sin haber cometido un delito y sin remuneración. En esto el Ayuntamiento se ha superado este año hasta improvisar una especie de estado de excepción para el no simpatizante, que ha sentido el ultraje una y otra vez de ver su propio paso impedido por la policía sin que se habilitara ninguna vía alternativa para caminar. En su lengua confusa de idolatría y folclore, lo cofrade empieza a hacer gala de un sentido de la pertenencia que roza la marcialidad. En muchos casos, además, amparado en una versión cicatera de la tradición, que hace que una costumbre, por el hecho de serlo, adquiera visos de cultura inamovible e, incluso, de identidad. En democracia se acepta la voluntad de las mayorías, pero no el abuso. Y menos el abuso promovido a conciencia, con patrocinio municipal.