Un exministro acaba de tener tratos indeseados con los jueces, noticia que ya apenas lo es en este país donde los políticos entran y salen del juzgado con periodicidad casi diaria. Lo novedoso del asunto es que Juan Fernando López Aguilar no está siendo investigado por corrupción -la causa habitual-, sino por supuesto maltrato a su señora.

Se trataría de un caso estrictamente privado, de no ser porque el mentado exministro desempeñaba la cartera de Justicia cuando se promulgó la Ley contra la Violencia de Género. Como aquel alguacil alguacilado de Quevedo al que poseían los demonios, López Aguilar estaría siendo víctima de su propia ley, con el natural regocijo de quienes se sienten perjudicados por ella.

Al texto legislativo no le favorece gran cosa el hecho de que fuese aprobado un 28 de diciembre, aunque tampoco sea esa la razón por la que sus afectados lo consideran una broma algo pesada. Sostienen más bien sus detractores que la ley promulgada el Día de Inocentes viola la presunción de inocencia y discrimina por razón de sexo a los hombres, castigados a mayor pena que las mujeres por un mismo delito de agresión.

Sobre esto último ya se pronunció el Tribunal Constitucional hace unos años, al avalar la mayor condena impuesta a los varones, dado que sus agresiones se producirían «como manifestación del dominio del hombre» en el ámbito de la pareja. Siete magistrados votaron a favor y cinco en contra, lo que acaso dé idea de la división de interpretaciones que suscita esta ley incluso entre las más altas togas.

Otro tanto ocurre en la sociedad, naturalmente. Abundan los testimonios de varones expulsados de su domicilio, suspendidos de la patria potestad y privados de visitar a sus hijos que culpan de todas estas desdichas a la ley del exministro ahora investigado por una denuncia que López Aguilar reputa de falsa.

De eso se quejan precisamente sus impugnadores. La ley favorecería, a su juicio, la presentación de denuncias falsas con el propósito de obtener ventaja a la hora de quedarse con el piso, los niños y la subsiguiente capacidad de presión sobre la otra parte contratante del matrimonio o de la pareja. Probablemente el exministro que la impulsó tenga oportunidad ahora de comprobar por experiencia si son o no exageradas las quejas de algunos de quienes pasaron por el mismo trance.

Mal dilema, en todo caso. Si López Aguilar demuestra que la denuncia es falsa, no haría sino admitir que estaba equivocado cuando desdeñó el riesgo de que su ley pudiera ser utilizada con esos propósitos tan torticeros. Y si se probase verdadera, mucho peor aún, como es lógico.

A favor de la ley, en cambio, podría alegarse que la cifra de mujeres muertas por la mano alevosa de su marido o pareja ha ido descendiendo hasta estabilizarse en los últimos años, por más que siga siendo escandalosa. Y, aunque no resulte gran consuelo, bueno es saber que las estadísticas comparativas favorecen a los españoles, mucho menos aficionados a medirles las costillas a las mujeres que -un suponer- los civilizados vecinos de Finlandia, Dinamarca o Noruega.

Cuestión distinta es que López Aguilar se vea envuelto personalmente ahora en el debate sobre presunción de inocencia y denuncias falsas a que dio origen su ley. La suya, como la de cualquier otro, hay que suponérsela. Aunque haya sido ministro, que siempre es cargo de mucho peligro para la población.