Hay barrios en los que la policía nunca entra. No son en los que está pensando. Nos referimos a otros en los que no va porque no tiene demasiado trabajo. El barrio de Salamanca, en Madrid, es uno de ellos. Atildado y agradable entorno de tiendas lujosas donde adquirir elegantes adminículos, buenos vinos, excelentes camisas, bolsos o lamparas de diseño. Tranquilidad. Una zona de edificios bien cuidados, de pulcras fachadas decimonónicas, de hoteles recoletos, de discretas oficinas y tranquilo discurrir cotidiano jalonado todo por alguna iglesia, por la cercana Biblioteca Nacional, por avenidones como Velázquez. Zona con restaurantes buenos, caros y a la moda, como Alkalde o El Paraguas; locales de gozosa comida vasca o asturiana, madrileña o mejicana. Calle Serrano. Coctelerías para el afterwork donde el barman no ajardina el gin tonic o sí si usted se lo pide. Ahí viven adinerados hombres de negocios; también herederos de pisazo pero ´clientes´ del INEM, actores de los que no prefieren la zona castiza de los Austrias, familias de abolengo o jóvenes con éxito; se suele ver en el Quintín a Arturo Fernández, cenando sus ensaladas, derecho como un palo y siempre en buena compañía a sus 85 años. Impecable la corbata. A Amaia Salamanca, que lo mismo está de running que en un funeral, como el otro día, en una iglesia cercana al Retiro. Ahí vive también Rodrigo Rato. En ese nido de gente bien y con éxito propio o heredado. Hasta el corazón de ese distrito han entrado coches de policía y de televisiones, enviados de la radio y de webs, de diarios. Cronistas de las finanzas desacostumbrados a no pisar moqueta. El despacho de Rato dista de su casa un agradable paseo a pie. En esas idas y venidas, saludando a otros de su camada, o a profesionales liberales de cuenta nutrida, a menestrales de panaderías de lujo, a serviles meseros o a vecinos que pasean al perro o van a por el periódico. En esos paseos rumiaría Rato lo que sería origen de sus desdichas. Quien mueve las piernas, mueve el corazón, decía el viejo eslogan publicitario. Rato movía las piernas en ese ir y venir al trabajo caminando pero también movía la cabeza. Y lo que es más importante: el dinero. Está acusado de feos delitos fiscales y la marabunta de curiosos profesionales o amateur visitando el entorno de su edificio es una metáfora de la necesidad que hay de ver de cerca a los que han estado, presuntamente siempre, robando. Aprovechándose del sistema, pero siempre dando los buenos días en el ascensor, claro. Eso, retocándose un poco el pañuelo del bolsillo exterior izquierdo de la americana. No es un artículo contra el dandismo, que goza de nuestra admiración. Sí contra la doblez. Deslumbrante por fuera, podrido por dentro. Siempre propuestos para buenos cargos. Ir y venir. Cada día. Dentro de una burbuja. Claro que también iba y venía en Washington. Y en la sede del PP de calle Génova. Rato ha ido y ha venido por decenas de países pero tal vez el viaje de casa a la oficina acompañado de unos agentes policiales (¿les costaría encontrar la calle?) será el más inolvidable. En cuanto se repitan los paseos tal vez ya nada será igual. Hay en estos momentos una señora con caniche pensando en qué va a decirle. A Rato cuando se lo tope, no al perro.