La presunción de inocencia, que constituye uno de los pilares esenciales del sistema penal del mundo civilizado y de los estados democráticos, nunca ha gozado de buena salud en nuestro país, pues el espíritu de Torquemada reaparece recurrentemente, en formato individual y colectivo, con ocasión de sucesos de naturaleza diversa. El artículo 24 de nuestra Constitución, que recoge expresamente este derecho capital, constituye un mandato en clave de «regla de juicio» que vincula necesariamente a los tribunales en los procesos penales, y cuyo núcleo esencial consiste en que toda persona tiene derecho a que se presuma su inocencia hasta que una sentencia firme establezca lo contrario. Esta regla de naturaleza jurídica, debiera, a mi juicio, desbordar el ámbito material de los juzgados y tribunales, para adoptarla como norma de conducta por la sociedad en su conjunto, y muy especialmente por el resto de los poderes del Estado, toda vez que deben sentirse concernidos por este mandato constitucional que obliga a considerar y tratar a toda persona (incluso a los imputados) como si fueran inocentes.

En nuestro país, resulta habitual que, en presencia de determinados sucesos en los que se ven envueltos personajes de proyección pública, se proceda a un juicio público previo, con resultados, en ocasiones, gravemente lesivos para los involucrados, y todo ello propiciado por detentadores de poderes públicos que se desvían (casi siempre atendiendo a impulsos «no sanctos») gravemente en su comportamiento, en ocasiones vulnerando directamente el mandato legal, y en otras, desconociendo groseramente una norma no escrita, pero que desborda el ámbito de lo jurídico para convertirse en una pauta de conducta exigible al aparato del Estado, cual es la de adoptar una regla de tratamiento de los ciudadanos en plenitud de derechos, sin menoscabo de los mismos, en tanto en cuanto un tribunal con competencias no se haya pronunciado al efecto.

Asistimos estos días a sendos sucesos protagonizados por dos personas de gran proyección pública (aunque bien distintos por sus trayectorias e ideas) víctimas, con resultados dañinos irreversibles, de este lamentable estado de cosas, y ello sin perjuicio del resultado final de las denuncias efectuadas, de las que entenderá el órgano judicial que corresponda. El exministro López Aguilar ha tenido que dimitir de todas sus responsabilidades públicas y su figura pública ha quedado seriamente dañada tras una denuncia efectuada por sucesos inherentes a su vida privada (en el ámbito de un proceso de divorcio) en un estadio en el que no había mediado la intervención de un juez, y todo ello en aplicación de una legislación en materia de violencia de género que conculca gravemente derechos fundamentales (discrepo abiertamente de la interpretación que el Tribunal Constitucional ha hecho de la misma) como el de igualdad de todos ante la Ley, y la prohibición constitucional de no discriminación por razón de sexo, por más que el propio afectado haya sido coautor de la misma.

Rodrigo Rato ha sido detenido en su propio domicilio ante una multitud de medios de comunicación (previamente advertidos) en una suerte de remedo del «pan y circo romano» y en el marco de una operación diseñada por determinados poderes del Estado con fines que guardan poca relación con el estricto cumplimento de las leyes y el estado de derecho. Ni el riesgo de fuga ni el de destrucción de pruebas, parecen, en este supuesto, amparar medidas como las adoptadas, y muy especialmente el «ruido y aparato mediático» incorporado, que busca el desencadenamiento del juicio previo y la aplicación de la «pena de banquillo» en su vertiente moderna.

La pena de banquillo y el principio de presunción de inocencia no maridan bien, y en la medida en que este ceda frente a aquella estaremos alimentando pasiones -en ocasiones deleznables y corrosivas-, desplazando y arrinconando la razón, el sentido común y los principios fundamentales en los que se basa la convivencia democrática.

La sobrexposición pública provocada por los poderes públicos a la que se han visto sometidos estos dos ciudadanos no encaja con la regla de tratamiento que los poderes del Estado están obligados a seguir con respecto a ciudadanos aún en presencia de su plenitud de derechos, y denota una patología que urge tratar cuanto antes, ante el riesgo de cronificación y extensión por el conjunto del cuerpo social.

*Juan Cofiño es abogado