Caer en la tentación implica vender un trozo de alma a cambio de obtener un placer superfluo y pasajero. Mientras se tiene excedente de conciencia todo parece ir bien, el problema surge cuando se acaban las existencias de voluntad y eliges hipotecar tu humanidad para seguir enganchado a una engañosa satisfacción. Una recompensa siempre por llegar, una amante perennemente insatisfecha.

La palabra adicto hunde su raíz etimológica en el deudor romano que por impago de sus créditos se convertía en esclavo de su acreedor, hoy ya sabemos que la adicción es la trampa de un mal que alcanzó su mayor logro al persuadirnos de su inexistencia. Un truco perfecto en su diseño y ejecución que lleva cada día a millones de personas de todo el mundo a creer de forma individual que vencerán a un ardid tan transversal a la condición humana como es la búsqueda de la felicidad. Pero no se engañen, ser adicto es la máxima expresión de mentirse a uno mismo aún estando convencido de ser el más listo de la clase, y jamás un fraude tuvo un recorrido tan corto ni gozó de una sombra tan alargada. Nunca la certidumbre se mostró tan empírica y descarnada como la experiencia de quien se impuso a la fascinación y te clavó la mirada para aconsejarte que 24 horas son un regalo si han transcurrido impermeables y te has mantenido sobrio de lo que te daña.

Por eso creo que en pocas ocasiones se ha cantado a las adicciones con tanto acierto como lo hicieran Andrés Calamaro en la inolvidable Me estas atrapando otra vez o Depeche Mode con su taciturna Never let me down again. Letras que curiosamente suelen confundirse con canciones de desamor y amistades fallidas, acordes que nacen como un grito de auxilio y yacen en el cementerio de los recopilatorios. Todas esas fábulas de cuerda y percusión tienen denominador y moraleja comunes; da igual si tu juez y parte es la química, el azar o la compulsión, perderás la batalla hasta que no aceptes aquello que una vez disfrutaste, la realidad que te tocó vivir.

Hoy escribo estas líneas por ser un momento tan bueno como otro cualquiera para opinar de un asunto que ni duerme ni perdona, un seductor tubo de neón que atrae la debilidad hacia la perdición por el tortuoso camino de la desidia. Me refiero a los infelices que lamen sus heridas a cámara lenta con rayas en céntricos portales y picos en lejanos descampados, pero también hablo de la viuda que se acoda en la mesa de póquer, del empresario que esnifa histeria antes de ducharse, del adolescente que cede su privacidad en una red social, del padre que olvidó en una esquina lo que era el sexo con amor, del joven que cada viernes sale en manada a beber del abrevadero más barato, de la funcionaria del tanto tienes tanto vales, y de tantas personas que en el fondo y en la superficie saben que han empeñado sus vidas por perseguir un deseo alimentado artificialmente por ellas mismas.

Nos ofrecieron un producto defectuoso tras disfrazarlo con la complacencia más anestésica. Lo descubrimos y lo que es peor, lo aceptamos. Lo probamos, nos gustó, lo incorporamos a lo cotidiano y lo elevamos al altar de lo necesario. A pesar de las advertencias remamos con denuedo hacia la playa del arrepentimiento sin conseguir alcanzarla, en definitiva, sacrificamos nuestra satisfacción personal por un simple motivo, nos creímos más especiales e intocables que aquellos que nos pusieron la miel en los labios.

Poder, internet, dinero, fanatismo, drogas, alcohol, apuestas, promiscuidad, violencia, consumismo. Baladas de soledades compartidas, que al fin y al cabo son las más dolorosas.

Qué paradoja tararear aquellas melodías siendo al mismo tiempo víctimas y verdugos. Entre unos y otros hemos convertido lo que llevamos de siglo en el más efectivo manual de instrucciones sobre cómo sucumbir a los cantos de sirena y tirar con éxito una vida por la borda del Argo.

Así que esta es mi letra, pónganle ustedes la música. Lo que sea menos prolongar este vergonzoso silencio de voces ahogadas y biografías a la deriva.