No nos gusta hablar de los fracasos. Mucho menos reconocer uno propio. Aunque nos digan que ese es precisamente el principio del camino hacia el progreso. En países como Estados Unidos incluso está bien visto acumular fracasos. Es buena señal. Indicio de cambio y de aprendizaje. En España, cuando no nos queda más remedio, admitimos que hay cosas que no van bien. Es difícil esconder que incluso somos líderes en determinados tropiezos. Esta misma semana repetíamos uno que ya es un clásico: el fracaso escolar. Con un 21%, el doble que la media de la Unión Europea, somos los que tenemos más estudiantes que abandonan las aulas antes de tiempo. Jugamos en la misma liga que países como Malta, Rumanía, Portugal e Italia, aunque por desgracia los superamos a todos. El dato se ha logrado mejorar en los últimos años pero continúa siendo un fracaso. Una batalla perdida cuya responsabilidad es compartida, o debería serlo, por todos. Pero si seguimos la teoría de que los fracasos suponen una nueva oportunidad para avanzar, se podría pensar que tenemos ya un máster en materia educativa. No sólo fracasan los alumnos, sino también quienes deberían resolver el puzle en vez de limitarse a revolver las piezas sobre la mesa continuamente. Aunque ni a eso les dio tiempo a los consejeros autonómicos reunidos el martes con el ministro Wert para analizar las nuevas evaluaciones finales de ESO y Bachillerato y el modelo de becas. El encuentro duró 15 minutos. Ni el tiempo suficiente para pasar lista y contestar «presente». Cinco consejeros se levantaron de la mesa para mostrar su desacuerdo con la nueva reválida que defiende el Gobierno. Las posiciones son opuestas como viene ocurriendo desde que comenzó la legislatura. Este es el verdadero fracaso. Cuatro años tirados a la basura y sufridos por nuestros profesores y estudiantes, perdidos en el maremágnum de reformas que se aprueban pero por partes o que se aplican en según qué regiones. Y cuando se inaugure una nueva legislatura, vuelta a empezar.