Hay que ver ese vídeo y disfrutarlo. Una mujer vestida de amarillo irrumpe como una fuerza de la naturaleza contra la barricada que han montado los jóvenes de Baltimore en protesta por la muerte de Freddie Gray, de 25 años, a causa de las heridas sufridas bajo custodia policial. Sin soltar su bolsito de mano rosa, agarra por la sudadera a uno de los chavales amotinados y le forra a manotazos y collejas. Está hecha una furia, lo que dice casi no se escucha en el audio por los pitidos que enmascaran la catarata de tacos que suelta mientras propina empujones y tortazos, pero se capta con claridad la orden de «¡¡¡que te quites esa jodida máscara!!!». Obviamente, dicho complemento no ha servido al chico para ocultar su identidad al ojo infalible de quien le dio la vida. Toya Graham, que así se llama, estaba viendo las noticias sobre los gravísimos disturbios raciales que se han estado produciendo esta semana en la ciudad de Maryland cuando reconoció a su Michael en uno de los grupos que apedreaban a los coches de la policía y corrió a aplicarle un correctivo. Y a ponerlo a salvo, claro. El chico de 16 años acaba por acatar la orden, y deja al descubierto una de esas caras de «jo, mamá, ya te vale, me estás poniendo en ridículo delante de mis amigos». No sabe la suerte que tiene, aunque podrá reflexionar al respecto si, como imagino, permanece castigado hasta 2020.

Los fanáticos de The Wire sabemos que el Baltimore en llamas de estos días no es el de la ficción, aunque se le parezca bastante, con sus agentes blancos y sus detenidos negros, y un contexto social de pobreza y violencia. Con una policía que para inmovilizar y quitarle el cuchillo a un hombre le rompe tres vértebras, lo manda al hospital y luego al tanatorio, más vale tener una madre como Toya que se ocupa de dónde estás en cada momento del día, aunque ni siquiera una superheroína salvaría a algunos de los caídos con escándalo en los últimos meses. El 13 de abril, un oficial de 73 años en la reserva mató a un hombre negro desarmado al confundir su revolver con la pistola paralizadora. Cinco días antes, otro hombre negro desarmado recibió varios disparos por la espalda del agente que le paró por llevar un faro roto. Lo mismo le pasó a Michael Brown, abatido con seis tiros, dos de ellos en la cabeza, sin mediar otro delito que el caminar por la calzada en lugar de por la acera. Tenía 18 años, el apodo de Gigante Gentil por su gran estatura e iba a casa de su abuela para pasar el último fin de semana antes de entrar en la Universidad. Ni siquiera Barack Obama, que es negro pero no ha cambiado el color de las paredes de la Casa Blanca, podría aludir a la casualidad para explicar los abusos de la autoridad contra un sector muy concreto de la población. Y si él no lo arregla, que no lo está arreglando, menos lo harán Hillary Clinton o el republicano de tez clara que nos depare el futuro.

Por suerte, las madres piensan globalmente pero actúan localmente. La mujer que sacó a tortas a su hijo de los disturbios cree que su gente es víctima de la injusticia, aunque su instinto le ordena proteger a su propio niño. De un modo aún más generoso, la familia de Freddie Gray pidió a sus conciudadanos que no expresen su ira y su impotencia con la violencia. Son personas muy grandes. Mucho más que el portavoz de la policía de Baltimore que dijo: «Ojalá tuviésemos muchas más madres que se hacen cargo de sus hijos». Pues sí. Ojalá las madres de esos agentes de la ley que patean a ciudadanos esposados hasta matarlos y disparan por la espalda a hombres negros se hubiesen personado en el lugar de los hechos a tiempo de darles una reprimenda.