Primero le pondrían una mascarilla con anestesia y cuando estuviera dormida entonces le inyectarían el líquido letal que acabaría con ella definitivamente. Una muerte plácida. Me garantizó que no sufriría absolutamente nada, pero no habló del sufrimiento de nosotros, especialmente de mi hijo pequeño, que era su persona preferida, con la que desde siempre tenía una especial predilección.

Era una tarde de abril, llevaba varios meses ciega y sorda, no controlaba sus esfínteres, lloraba insistentemente, de vez en cuando echaba sangre por sus genitales. Esa tarde, como tantas, seguíamos diciendo que había que darle una solución, porque seguía haciendo cosas raras, fruto de su descontrol vital, de su demencia senil, que luego se fue confirmando.

La muerte programada es muy cruel, como una sentencia de muerte, aunque en este caso el corredor que llevaba hasta el final duró muy poco. La decisión final la tomé yo en aquella tarde de primavera con un sol brillante y un cielo azul, un mal día para oscurecerlo todo. Llevábamos muchos días discutiéndolo porque la situación era insostenible.

Boli había nacido en el año 2000, cuando el apagón de la peseta ella iluminó nuestra casa con sus saltos, sus pequeños ladridos, sus juegos, era como un juguete vivo al que, irremediablemente empezamos a tomarle afecto. Ya nos lo habían advertido, que a los perros se le toma tanto cariño como a las personas porque al final acaban teniendo alma, o acaba pareciendo que tienen alma, por mucho que nos digamos para consolarnos que es solo un animal. Pero no es así.

El veterinario me miraba encogiendo los hombros, apretando los labios y abriendo mucho los ojos. Decida usted que es su dueño, pero mi opinión es que con estos síntomas esta perra no va a durar más de un año y con un empeoramiento de su sufrimiento y el de ustedes. Lo que tiene no tiene arreglo. Podríamos prolongarle la vida pero a fuerza de muchas medicinas e incluso operaciones, pero no servirá para nada. Le dije adelante y me pasó a la firma un impreso. Cuando lo firmé estaba firmando por primera vez en mi vida una sentencia de muerte. Qué sensación más extraña, más nueva, más desconcertante. Era la primera vez en mi vida que tomaba una decisión de ese tipo. En ese momento entendí a los tipos duros: concha y solamente concha, y en ese momento también perfeccioné eso que llaman llorar por dentro.

Pero había que hacerlo. Boli se quedó allí para siempre y con ella quince años de nuestra vida. Los apegos generan afectos o al revés, da igual, pero ahora que ya no está la casa parece como un poco más vacía y nosotros como un poco más solos. Y seguro que es verdad, que no es solo una sensación.

Jesús vino esa tarde a verla pero ya había muerto. Ese temple y serenidad exterior que tanto le envidio a mi propio hijo pequeño no le impidió que, mientras hablaba de otra cosa y veíamos juntos un partido de fútbol en la televisión, derramara una lágrima densa, una sola que yo vi deslizarse por su mejilla derecha y sobre la que no dije nada, pero que llevaba consigo todo el dolor de una ausencia repentina, aunque no inesperada, de su mascota a la que tanto cariño le dio o se dieron mutuamente. Aquella lágrima la recordaré siempre.

Desde entonces hemos jurado no tener nunca más un animal de compañía, porque sabemos que en nuestro egoísmo humano no queremos perder nada que haya traspasado nuestra alma, ni siquiera aquello que creemos que no la tiene.

Esa misma noche tiré a la basura todos sus enseres, para que no quedara rastro físico de su existencia, para que nada nos hablara de ella, porque los objetos inanimados tienen más vida con las ausencias y ahí nos causan dolor. Al día siguiente mi hijo me llamó y me pidió algún objeto de ella para tenerlo de recuerdo en su casa. Le dije que cuando nos viéramos pero la verdad es que ya no quedaba nada. Cuando salí del veterinario a la calle miré la documentación de Boli y descubrí que ese día era su quince cumpleaños, 29 de abril del 2015.