El número de indecisos es particularmente alto. En Aragón, el CIS detecta el máximo de España, un 33 por ciento del electorado, nada menos. Pero es que el porcentaje parece no muy alejado en el resto de España. A mi no me extraña. La vida es tomar decisiones a cada momento. Pero cada vez te lo ponen más difícil. Antes se te antojaba un yogur de limón, ibas al súper y te lo comprabas. Ahora tienes primero que decidir (hay gente que empeña lo mejor de su existencia en ello) a qué supermercado tienes que ir para que te resulten más económicos los yogures. Una vez que lo has decidido, o que lo han decidido por ti, llegas al estante y hay yogures de limón no para parar un tren, más bien para parar la Renfe entera. Con bífidus, sin materia grasa, con tropezones, almibarados, de marca blanca e incluso parece ser que con anacardos, sin descartar los de limón ácido, suave, limones cascarúos, limones del caribe y la madre que parió al limón, que era una limona con la que se ve también han hecho yogures. O sea, que si uno no puede decidirse por un yogur, cómo va a decidirse con claridad en política cuando se han multiplicado los partidos. Aquí nuestro Dios es un cachondo y en vez de multiplicar los panes y los peces ha multiplicado las siglas. Y los líderes y los tertulianos. Y no hay quien se aclare. Por ejemplo, tiene uno la noche levantisca y revolucionata, cena con un par de vinazos, pone la tele y habla un nota arremetiendo contra la casta y la gente que nos ha estafado. Y claro, le entran a uno ganas de votar a Podemos y resucitar a Lenin. Pero luego al levantarse, pone uno la radio y sale el aseadito hablando de regeneración y no revolución, to sensato el hombre. Y uno, ya sin vinazos y con café, se vuelve mesurado y se le ponen las pajarillas naranjas. Puede ser que sea uno también de buen conformar, como se decía antes. O facilón. O sin criterio. Bueno, es un poner. Ana Botella no nos convencería nunca de nada.

Los partidos matan por los indecisos y aquí ni el más decidido en la vida sabe a qué votar. Por eso no se descartan sorpresas. Especialmente, para los políticos. En España ganaría el partido del ´no sé´ si supieran organizarse. No saben, claro. Y así van por la vida, amargando a los demoscópicos, intrigando a los periodistas, no contestando a las encuestas, teniendo en vilo a los estados mayores de los partidos. Dicen los expertos que un buen número de indecisos podría incluso decidir su voto de camino al colegio electoral. Ese razonamiento tiene una pega: hay que decidirse primero a ir al colegio electoral. Voy, no voy. Voy, no voy. Así se puede pasar un indeciso el domingo, mirando por el ventanal, sin ir o no ir hasta bien avanzada la tarde. Lo mismo no se decide a ir a la nevera y le da un síncope o desvanecimiento y nos quedamos sin votante. O sin consumidor de yogures, que es peor aún para el sistema. No sabemos (claro, somos indecisos) si no se deciden porque les gusta todo o porque no les gusta nada de lo que hay. Son dos tipos de indecisos tan diferentes que aún nadie se ha decidido a clasificarlos por separado, lo cual supone una indecisión científica de primera magnitud. Una vez dijo alguien: «Indecisos del mundo, uníos». No se decidieron. La indecisión atenaza al electorado. Lo malo es que sea prima hermana de la apatía. La jornada de reflexión puede ser una nube de indecisos dando vueltas por plazas y calles, cabizbajos y meditabundos pensando qué votar. Puede ofrecerles un yogur. O apelar a su sensatez. O aconsejarles que vayan a la nevera antes de nada y tomen fuerzas para una mejor reflexión. Pero pondrán la tele. O leerán esto y le asaltaran las dudas de nuevo. Lo mismo se van a Aragón.