Todas las ciudades son un mapa trucado. El viaje por su interior se reduce a la fábula de su historia más céntrica. A la singularidad, el prestigio o la impostura de la imagen que cada día atrae la aventura de los viajeros. El eterno romanticismo de enamorarse de una ciudad y sus ejemplos. Todas las ciudades poseen una manzana, dos, tres, cinco a lo sumo, a las que a diario y en horas casi invisibles se les saca luz a conciencia. Edificios restaurados con su nocturnidad orlada por una iluminación escénica; avenidas jalonadas de árboles estéticamente cuidados; plazas y jardines que oxigenan la infancia, el amor y la vejez -edades decorativas junto a los lectores ensimismados y los paseantes con la prisa detrás-; calles adornadas por la arquitectura de sus museos y sus hoteles, por la literatura de los nombres que albergan los sabores de la vida y de los deseos, sus bebedizos de noche. Espacios embellecidos jornada a jornada por la canción del agua y de la escoba. Su integridad lustrosa es necesaria. Saben sus gobernantes que son el telón de fondo o la panorámica de las fotografías que, en los inicios del turismo y del amor de viaje, fueron postales con el sueño a color de la anilina. Es muy perjudicial que la mirada del fotógrafo revele cualquier huella de la falta de higiene de sus habitantes y de su política medio ambiental. No hay lejía, detergente ni jabón químico que limpien a fondo de la memoria la suciedad de ese recuerdo. La basura es la enemiga más dañina de la fabulación estética de las ciudades. Esa es la principal razón por la que los ayuntamientos cobran impuestos e invierten en empresas que nos lavan la cara, los zapatos y las sombras ocultas que nos representan.

Todas las ciudades se descosen por sus barrios de atrás. Aquellos en los que realmente reside la identidad, el hábito, la verdadera piel que ninguna cámara inmortaliza. Sus tabernas, sus tiendas, sus mercados, sus colmenas vecinales, sus escasas zonas verdes e inexistentes infraestructuras culturales, son el verdadero rostro del actor urbano que, fuera de los focos, se desmaquilla la máscara de su publicidad. Es en los barrios donde la basura representa la hipocresía política y social. Sucede en todas partes. No hay capital en la que sus habitantes admitan su culpa de los residuos diarios cuya huella les avergüenza, les agrede, les humilla. Lo mismo que los gobernantes se preocupan más de las zonas nobles y del escaparate que exhibe hacia fuera el oropel de su gestión. También es lamentable la ineficacia de la labor de las empresas de limpieza. Municipales, mixtas, privadas, familiares, bunkarizadas en su contrata. Igual que ocurre en Málaga con Limasa, causante del descontento ciudadano con el ayuntamiento. Empresa y administración responsables de que muchas calles de esos barrios, que no son navegables para los turistas, padezcan el sórdido lastre de la mugre. La sensación de no existir para la gestión política que inaugura pequeños Eldorados en el corazón turístico y a ellos les niega el baldeo y el desinfectante. El sueño de amanecer con las calles cepilladas y sin hedor en el aire.

El complejo de Los Ruices, que gestiona los residuos que genera Málaga capital, recibe cada día una media de 829 toneladas de basura, 788 son de origen doméstico. Una cantidad considerable que no pesa ni puede recogerse. La costra. Los arañazos negros de los cubos de basura de los establecimientos de hostelería, el pipi sobre pipi de perro anudados en los pies de las farolas, las meadas caninas y etílicas adosadas en las fachadas, la porquería petrificada en las aceras y en los bordillos. Mucha mierda con pedigrí de tiempo que Jaraj Troy, una joven vecina de un barrio, ha estado denunciado en facebook con una carpeta pública de imágenes y videos. Su razonable rabia, su combativo espíritu ciudadano, su aportación documental a pie de campo, ha encontrado eco sublevado en las redes sociales donde otros vecinos se han sumado a su exigencia de baldeo diario y dignidad para sus barrios. El de ella no es el único. Muchas islas periféricas tiene Málaga en las que Limasa y la exigencia vigilante del ayuntamiento no cumplen satisfactoriamente con su trabajo, con las penalizaciones a los infractores, con las promesas que cada cuatro año se arrojan a los contenedores postelectorales.

Una batalla por la higiene en la que Jaraj Troy ha tenido que hacer frente a la habitual actitud de los técnicos políticos que se conforman con abrir ventanillas para hacer llegar las quejas, fomentar eslóganes para concienciar a los vecinos de su responsabilidad de contribuir a la limpieza y su obligación de amar y defender el espacio público. Y al pulso de razonar su denuncia frente al absurdo empecinamiento, tan extendido en España, de los que no solucionan con eficacia los problemas que atañen a su cargo ni hurgan en los barrios para conocer y erradicar las causas de su deterioro. La mejor manera de evitar de paso la catalogación de ciudadanos de primera, de segunda o de tercera, a la hora de desinfectar y acicalar la imagen de sus ecosistemas.

A diario, la basura grita en silencio y en alto. Se alza por el aire y se derrama por el suelo, contaminando de insalubridad las calles, los jardines, las plazas, los solares y los edificios terminales o clausurados por la crisis. Sucede en casi todas las capitales donde muchos operarios de las empresas de limpieza cohabitan con la mugre y el abandono de sus propios barrios.

Después de que Jaraj Troy le haya dado voz a la basura, y a su cívica exigencia al ayuntamiento para que en las zonas que no muestra en su mapa de viaje también reluzca el sol, esperemos que mañana, salga quién salga hoy, tengamos una Málaga más limpia. Entonces sí que habremos ganado todos en todos los sentidos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com