La final de Copa se abrió con una escena intolerable. Mientras sonaba el himno de España, un tal Ángel María Villar se pegaba al Rey como si fuera su escudo humano. Es el mayor ultraje imaginable al símbolo musical emblemático del Estado. El presidente de la Liga Profesional ya declaró que el vicepresidente español de la FIFA «es un poco torpe, si no se enteró de la corrupción» en la covachuela que rige el fútbol mundial. Por lo visto, la torpeza es también inseparable de la fontanería de La Zarzuela, que debió dictar una orden de alejamiento contra Villar a más de 500 metros del Jefe de Estado.

No es extraño que los cien mil asistentes a la final abuchearan al unísono la indeseable estampa del dirigente de la FIFA buscando el amparo del Rey, en la semana en que el FBI ha detenido a los compinches de Villar por conductas mafiosas. Los espectadores demostraron un inusitado vigor democrático, al rebatir con estruendo la desfachatez del presidente de la Real Federación Española.

Ningún Jefe de Estado cometería esta semana el error de posar junto a un figurón de la FIFA, cabe señalar de nuevo a La Zarzuela. Esta concesión es más peligrosa para la dignidad regia que fotografiarse con Cristina de Borbón o Jordi Pujol, por citar a catalanes ilustres. La condición de debutante exime de culpa a Felipe VI, pero en el palco del Camp Nou debió envidiar por primera vez la situación de monarca en el exilio de su padre. Juan Carlos de Borbón siguió la final de la Copa que también lleva su nombre en algún restaurante de cinco tenedores. Desde la convicción de que hubiera sido más abucheado que su hijo.

¿Y el fútbol? Nunca hubo una final de Copa, perdonen que lo desvele a estas alturas del artículo. El Athletic no debe preocuparse por el factor campo, hubiera perdido por idéntico resultado aunque el choque se hubiera celebrado sobre un iceberg. Los vascos podrán anotar en su palmarés que resistieron 19 minutos al máximo depredador de la jungla futbolística. Con todo, es curioso aumentar el hándicap en lugar de equilibrarlo, solo faltó exigir a los bilbaínos que jugaran con ambos tobillos atados.

El gol inicial y celestial de Messi plantea una incógnita. El monstruo engulló a seis defensas rivales y un portero en su zigzagueo de orilla a orilla. Por tanto, cuántos jugadores barcelonistas sestean sobre el confortable césped, mientras el único deportista de la historia a la altura de Jordan amarra en solitario los triunfos colectivos (de paso, justifico que he visto el partido y que no entregué este artículo a media tarde).

La ausencia de emociones deportivas merecedoras de tal nombre centró la información en el medidor de decibelios de la grada. El estadio no debería aceptar un papel subsidiario respecto del Parlamento, porque el fútbol es más importante que la política. Son los diputados quienes deberían abuchear a los futbolistas, por robarles protagonismo. Los clubes son los únicos partidos que ganan afiliados. Y el Barça ganará además la Champions.