Según he sabido gracias a una reciente Historia de la Iglesia Cristiana, en uno de los primeros concilios, allá por el siglo dos, dedicado al asunto de la comunión, se discutió acaloradamente acerca de la forma más pertinente para la ostia consagrada. Los partidarios de que ésta fuera cuadrada aportaron varios grupos de razones: porque el mundo tenía forma cuadrada (Dios lo había hecho así para destacar su importancia y su singularidad del resto de las esferas celestes) y la ostia no era sino un mundo pequeño al cual bajaba Dios actualizando el misterio de la Encarnación; porque, siendo Dios infinito y, por lo tanto, redondo en el orden de lo simbólico, Su Presencia en la ostia cuadrada significaría la realización de la cuadratura del círculo, es decir, esa conciliación de los opuestos que, gracias a la comunión, cada fiel lograría dentro de sí, integrando de este modo su femineidad con su masculinidad, su parte malvada con su parte bondadosa, su humanidad con su divinidad y su cuerpo con su espíritu, sugiriéndose que estar limpio de pecado era haber sobrepasado el estado de dualidad; porque en el cuadrado se distinguía claramente la izquierda de la derecha y lo de arriba de lo de abajo, siendo el primer deber del cristiano el tener los límites muy claros para poder actuar en consecuencia; porque era más económico al desperdiciarse menos harina, que entonces era un artículo de lujo, en la confección de ostias cuadradas.

Eran tantos y tan bien armados de datos y reflexiones los defensores de la forma cuadrada que pasaron inadvertidas las voces que argumentaban en favor de la forma triangular (tan prestigiosa en las tradiciones místicas y esotéricas), la hexagonal, la irregular (muy interesante ésta, ya que reclamaba que cada ostia tenía que ser diferente para recoger así la diferencia de todos respecto de todos, la cual la comunión tenía que reconocer como primer paso para que el creyente, tomando conciencia de la misma, hiciera votos de hacer todo lo posible para reintegrarse a la Unidad más allá de la muerte), la rectangular y hasta la helicoidal. Pero poco antes de que se aprobara por aclamación la forma cuadrada se levantó un monje enjuto y de piel cuarteada por los años pasados en el desierto, donde fuera discípulo de san Antonio, llamado Eskratòn (que significa "Todo duerme") que aseguró, con voz reseca pero audible, que el cuerpo, el alma, la sangre y la divinidad de Cristo sólo cabrían en una ostia circular, ya que en cualquiera de las otras (sobre todo en la cuadrada) Se derramaría, provocando con ello catástrofes naturales, plagas, matanzas y todo tipo de desastres. Alguien le replicó que estaba intentando cristianizar un rito pagano de adoración a la luna llena, la cual, como todos sabían, era la regente de los hechiceros dionisíacos y sus orgías. Eskratòn hizo un gesto de bondadosa resignación y se sentó. La votación tuvo lugar a continuación y, para sorpresa de muchos, salió aceptada por amplísima mayoría la propuesta de éste. La ostia sería a partir de entonces un circulito blanco (como una luna llena que hubiera renunciado a sus fases o como un sol que no quemara), lo único que podría contener a Dios, el único espacio donde Éste podría jugar a sus anchas el juego de la Redención.

Es tiempo de pactos y uno se pregunta si los razonamientos a puerta cerrada de unos y de otros no se parecerán a estas elucubraciones teológicas. ¿Cuadrada, redonda, triangular? Para que al final se imponga la menos esperada y nos coja a todos, ¡ostia!, desprevenidos. Veremos.