Hoy se vota en el Parlamento Europeo una resolución sobre el Acuerdo de Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP, en sus siglas en inglés) en la que se establecen los principios básicos del tratado. Su punto más conflictivo es la llamada cláusula ISDS: un mecanismo de arbitraje que permite a los inversores extranjeros denunciar a un Estado ante un tribunal privado cuando éstos sientan que algunos de sus derechos han sido vulnerados, por ejemplo, por el cambio de una legislación que afecte a sus beneficios presentes o futuros. Si el Parlamento Europeo da el visto bueno a este acuerdo -aunque su resolución no sea vinculante- tendremos un serio problema de compatibilidad del citado tratado con la democracia, entendida ésta como el gobierno del pueblo por sí mismo.

Más aún, el sistema de arbitraje previsto se realizaría a puerta cerrada y no existiría comunicación si una de las dos partes pide que no la haya. Es como se ve, un proceso poco transparente y sin control ciudadano, que además tiene carácter unidireccional, pues sólo permite la denuncia de la empresa extranjera contra el Estado, no al contrario, aunque las corporaciones hayan violado los derechos humanos, la legislación ambiental o la laboral. De aprobarse entonces este tratado, la célebre frase de Abraham Lincoln «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» habrá dejado de tener vigencia histórica, pues el gobierno para el pueblo se habrá convertido en el gobierno para las empresas, como consecuencia de la fusión entre poder económico y burocracia del Estado. Significará el paso de un gobierno popular a un sistema de gestión de negocios y la mutación de la democracia en «democracia de mercado». De aprobarse definitivamente el TTIP, jamás hablaríamos ya de injerencia de un consorcio poderoso en las políticas de un Estado, en tal caso lo que se produciría es la fusión definitiva entre el poder del Estado y el proyecto de acumulación de capital.

De ser aprobado dicho acuerdo se introduciría la debilidad en el corazón del Estado, que se tornaría dócil a las exigencias de las grandes corporaciones como resultado del chantaje permanente de futuras reclamaciones indemnizatorias por pérdida de beneficios. Su aprobación sancionaría también la desaparición de la soberanía del pueblo y del estado del bienestar. Este tratado paradójicamente significaría una vuelta al ideal ateniense de democracia -que como aquél excluiría al noventa por ciento de la población adulta de la participación real en el poder- debido a la irrupción del consumidor no-ciudadano, sometido a los principios empresariales y a unos principios democráticos meramente formales, reducidos a meras técnicas de mercado y vaciados de significación política, como nueva condición social mayoritaria.

Si como decía antes, democracia es el gobierno del pueblo, a este gobierno le corresponde decidir sobre las decisiones relacionadas con el medioambiente: ya sean de consumo de recursos o de comprometimiento de la capacidad de carga de la biosfera. No cabe duda de que la aprobación del TTIP supondría un incremento notable de la actividad económica y por ende del consumo de recursos naturales y de la producción de desechos contaminantes. Un ejemplo: la Comisión Europea ha evaluado el impacto del TTIP en términos de emisión de gases de efecto invernadero en más de 11 millones de toneladas extras. Desde una perspectiva ambiental, por tanto, tampoco puede ser considerado democrático un gobierno que condiciona la capacidad de las generaciones futuras para tomar sus propias decisiones ya sea debido al agotamiento de los recursos, a la degradación de la calidad ambiental o a las dificultades de acceso y uso de los recursos, como consecuencia de la utilización de los recursos naturales en el presente. Este condicionamiento, sin embargo, pone de relieve la relación directa que existe entre democracia y medioambiente.

Lo que nos jugamos, por tanto, en la votación de hoy en el Parlamento Europeo es la instauración del gobierno de los ricos. Osea, la «des-democratización» del Estado. Por ello si queremos evitar no sólo que el presente se convierta en tirano y déspota del futuro y del propio presente, debemos dejar de ser nuestros propios enemigos y rechazar el Acuerdo de Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP). Para dotar de contenido a este rechazo -además de las múltiples manifestaciones de repudio y repulsa que se están produciendo: envío de cartas y otras expresiones de rechazo a los parlamentarios europeos, manifestaciones o actos de explicación de las consecuencias de este tratado en distintos foros, entre otras actuaciones- y evitar la nuevos intentos de vasallaje en el futuro, debemos reorganizar el Estado e introducir como principio rector de la democracia: la fraternidad, entendida como una expresión de la relación social derivada de la vida y el trabajo en común, que armoniza la empatía y el cuidado del otro con los elementos jurídicos y políticos de dicha relación, en cuanto que ésta posibilita el reconocimiento de la gramática biológica de toda actuación política y muestra la vulnerabilidad y precariedad física de la vida, sólo reconocible en la cercanía. Tratados como el TTIP no tendrán entonces cabida ni sentido en una sociedad así configurada. Hasta el próximo miércoles.