El caso de difteria aparecido en un escolar de Olot de seis años, primero en España en casi tres décadas, ha revitalizado la controversia sobre las vacunas y su obligatoriedad. Ojalá se hablase de los temas que preocupan realmente a las familias sin que medie un hecho tan triste como un niño en la UCI desde hace una semana, con sus pulmones, riñones y corazón funcionando con la ayuda de máquinas, por culpa de una bacteria que genera una enfermedad considerada erradicada. No lo está si la población se salta la inmunización. La respuesta de los poderes públicos ha sido rápida y eficiente para tratar de curar al menor y para controlar la posibilidad de propagación en su entorno. Sin embargo, la comunicación de un mensaje claro a la ciudadanía sobre este asunto básico de salud pública ha vuelto a brillar por su ausencia. En Baleares, sin ir más lejos, no se ha registrado iniciativa alguna del Govern en funciones que aproveche la tesitura para informar sobre los protocolos de vacunación y sus beneficios probados. Que no se queje nadie si luego unos padres entran en internet y encuentran teorías diversas, muchas de ellas carentes de base científica.

Vacunar a un hijo no es obligatorio, no existe ninguna ley que lo imponga, salvo en casos extremos de brotes de alto peligro. Aunque para acceder a guarderías y colegios se solicite una copia de la cartilla de vacunación, no se puede actuar contra los progenitores que elijan no hacer caso de la recomendación. De hecho, el conseller catalán que lidia con el caso de difteria ha propuesto la redacción de una norma al respecto, algo que los médicos consideran innecesario e incluso contraproducente. En los doctores, en las consultas de enfermería pediátrica, en el sistema de atención primaria al completo y en su capacidad de persuadir a las familias cuando les llega un nuevo miembro descansa todo el sistema. Y en mi opinión se han mostrado mucho más eficaces que la parte institucional de la gestión sanitaria pública, pues han logrado un porcentaje de inmunización del 90 por ciento de la población española, cifra superior a la de muchos países europeos. Las estadísticas dicen que la inmensa mayoría sigue las recomendaciones y vacuna a sus niños, y que resultan muy excepcionales los antivacunas. Muchos lo son, además, por falta de recursos económicos y habilidades sociales, y los menos por convencimiento, con lo que imponerles por ley un procedimiento médico lograría un efecto contrario al deseado. Puede que vencer parezca más práctico que convencer, pero solo a los que se plantean el bien común en plazos de cuatro años, también conocidos como legislaturas.

Así pues, los ciudadanos siguen muy mayoritariamente el consejo de los médicos, cosa que no se puede decir de ministros y consellers. Sin ir más lejos, la Sociedad Española de Pediatría lleva años exigiendo a Sanidad que incluya la varicela en el calendario oficial y no lo ha logrado, prefiriendo el Gobierno que la población se inmunice de forma natural en la edad infantil e impidiendo que la vacuna se venda con normalidad en las farmacias, salvo en Navarra, que la paga y pone sin problemas por su cuenta. Pese a que el año pasado murió una niña en La Rioja por varicela (un mal leve salvo complicaciones) no se ha cambiado la política. Del mismo modo, la vacunación del neumococo, muy valorada por los pediatras porque protege de enfermedades graves y obligada en buena parte de Europa, se ha venido dejando al arbitrio de los hogares que tengan los 300 euros que cuestan las cuatro dosis necesarias. Desde este año su obligatoriedad la determinará cada comunidad y Baleares no la incluirá por falta de presupuesto. Con estas decisiones arbitrarias sobre la salud de los hijos, no es extraño que los padres tomen las suyas propias sin contar con nadie.