Desde que soy padre me he tenido que familiarizar con el, hasta ahora, desconocido mundo de las vacunas. Supongo que es lo normal. Uno es demasiado pequeño cuando las recibe como para acordarse cuando es mayor. La historia se repite ahora, pero en la siguiente generación. Nace el bebé y a falta de libro de instrucciones, recibes una cartilla con el calendario de vacunación. Alguna incluso se la ponen antes de abandonar la clínica. A partir de ahí, la responsabilidad de los padres manda. Digo bien. Responsabilidad.

El caso del niño con difteria de Olot ha coincidido con el tercer cumpleaños de mi niña y con un nuevo pinchazo. La segunda dosis de la triple vírica. Mientras aguardábamos en el centro de salud y escuchábamos los llantos de los pequeños dentro de la consulta, mientras intentaba restar importancia, a través del juego, a esa espera que, por momentos, parecía angustiosa para ella, también leía en el móvil cómo por culpa de unos padres que no habían vacunado a sus hijos, ocho compañeros del pequeño se habían contagiado de una enfermedad que parecía erradicada desde hacía más de 30 años en España. Son portadores de la bacteria, aunque gracias a que ellos están vacunados, no desarrollarán la enfermedad. Aunque sí pueden infectar a otros.

Y claro. Me da rabia. Me preocupa que haya padres tan insolidarios que no vacunen a sus hijos y puedan contagiar a la mía, que sí está vacunada. De todo. De las que cubre la SAS y de las que no, pero eso sí, te recomiendan fervientemente y claro, hay que pagar un pastón por ellas. Vacunas que en otras comunidades autónomas son gratis. Las cosas. Este caso, sin duda, me hace mirar de cierto soslayo a los compis de la guarde y a sus padres. ¿Estará vacunada esa niña? Me pregunto.

Los argumentos de los detractores de las vacunas son muy endebles. ¿Qué pasaría si todos fuéramos hippies y decidiéramos no vacunar a nuestros hijos? Pecaríamos de puro egoísmo y falta de respeto hacia los demás, pero sobre todo, a los niños que aún hoy no tienen acceso a esas vacunas porque no tuvieron la suerte de nacer en el mundo occidental. A los que viven en zonas realmente deprimidas y pierden la vida por enfermedades que es probable que ni siquiera hayamos oído hablar de ellas nunca, porque precisamente gracias a las vacunas desaparecieron de nuestro mundo, aunque no del mundo.