En mi plaza sigue esperando el mismo tipo con barbas desde hace meses. A diario me asomo a la ventana para observarlo. El tipo ronda los treinta y mira al cielo despistado. Luego mira al suelo y se encuentra con unos zapatos de vestir ensuciados por el ajetreo del día y cuarteados por la junta del cuero y la suela. Mucho andado. El largo del pantalón es eso, largo. Le sienta mal porque tiene un cuerpo rechoncho pese a ser un tipo alto. La camisa, medio por dentro medio por fuera, le da un aire de dejado, de pasota. Algunos días lleva gafas, pero últimamente las obvia. Ha decidido no ver más que de cerca. Si mira a lo lejos, los kilómetros le traen recuerdos que preferiría que fueran presente. No lleva reloj. Por eso espera. Hay veces que llega pronto y veces, las más, que llega tarde.

Me parece entrever un libro de Ángel González en sus manos. Me quito de la ventana para que no me vea y busco en el móvil El Derrotado. Lo leo en alto y me imagino a Ángel recitándoselo a la cara al muchacho que espera. Nunca -y es tan sencillo- podrás abrir una cancela y decir, nada más: «Buen día, madre». Aunque efectivamente el día sea bueno. Esas cosas no se leen en las paredes de Pozos Dulces, se ven en su cara.

Es suficiente. O no. Nunca es suficiente la espera hasta sabiendo que es la espera de la nada. Pero esperando se subrayan versos en la mente, se construyen palacios con pilares en forma de pronombres. Qué diferencia entre una solitaria primera persona del singular y un feliz plural; qué cabrones los demostrativos, cuando antes ella era esta y ahora es aquella. La distancia. ¡Ay! ¡Qué alegría tan grande sería vivir en los pronombres! ¡Qué cosas tenía Pedro Salinas!