Nos han escamoteado el verano. En otro tiempo, a estas alturas de junio hacía más calor, el terral nos había enseñado las fauces un par de veces, las brevas habían madurado y las sandías ya estaban en ese punto de rojo en que puedes morder el agua y oírla crujir. Pero de momento los días son extrañamente frescos, y por eso la gata sigue buscando el calor de los regazos, el perro el sol de media mañana y aún no se alcanza a ver el final de la primavera más larga que recuerdo haber vivido.

Somos una especie voraz y nos estamos comiendo el planeta a un ritmo insostenible. Lo dice el Papa en su primera encíclica, en la que declara la guerra a las grandes compañías, a los gobernantes de los países más poderosos, que son quienes más han contribuido al cambio climático y a la pobreza «por el uso desproporcionado de los recursos naturales».

Vivimos una era de brutal sometimiento a la economía y a la tecnología. Parece que todo lo demás fuese secundario, incluso prescindible. Lo que no es rentable desde la perspectiva monetaria pasa a un plano secundario, terciario o, incluso, desaparece. Las administraciones públicas dicen estar poniendo gran empeño en el ahorro, pero para algunos el ahorro básicamente consiste en cargarse una institución dedicada al libro, seguros de que es un derroche, o eliminar las humanidades de los planes de estudio sustituyéndolas por materias más «provechosas», llenas de resultados numéricos. Lo malo de lo «rentable» es que no suele conocer límites. Lo «rentable» es un modo sutil de llamar a la avaricia. Con esos mimbres, lo que crezcamos en ciencia no lo creceremos en conciencia y cada vez nos irá peor, pero sucede que seguimos exprimiendo el planeta como si su jugo fuese eterno y, además, nosotros no formásemos parte de él, sin querer entender que las últimas gotas serán las de nuestra propia sangre.

Apenas queda tiempo ya para rectificar, para volver las cosas a sus términos razonables, para que el mundo vuelva a tener una dimensión humana que ha perdido, el aire a ser respirable y la vida a tener sentido. Algún día habrá, cuando lleguemos al límite de todo esto, en que será preciso pagar por una tarde mansa de otoño, una soleada mañana de invierno tendrá un precio desorbitado y el coste de una noche cálida de verano será asequible solo para unos pocos. Nos habrán escamoteado el verano y todo lo demás, como nos escamotearon el cielo nocturno, como nos escamotearon el valor de lo que no cuesta nada pero es imprescindible.