La economía va bien, vuelve el consumo: las familias españolas se animan por fin a gastar. Lo indica la Encuesta de Presupuestos Familiares, y el Gobierno y los medios afines, y no sólo ellos, han echado inmediatamente las campanas al vuelo.

Hablan de recuperación, de salida del túnel, olvidándose por un momento de las cifras del paro -¡gravísimo, intolerable, el de los jóvenes!-, y advierten de que el «sectarismo» y el «radicalismo» de la izquierda lo echará todo a perder si llegan a La Moncloa.

Las familias gastan más -dice esa encuesta- en bebidas y comidas fuera de casa. España ha sido siempre que ha podido un país de copas, sobre todo en los años del fácil ladrillo.

En España se ha vivido casi siempre al día, y ahora todavía más que antes: la gente, los jóvenes sobre todo no parecen pensar en el futuro y tratan vivir el presente como pueden, sobre todo cuando no deja de escuchar avisos de que tal vez mañana pocos vayan a cobrar una pensión.

La precariedad se ha instalado al parecer definitivamente en nuestras vidas. Ya casi nadie piensa en una carrera en la que seguir desarrollándose, creciendo profesionalmente.

Cuando se nos preparaba para el nuevo paradigma neoliberal, se nos trató de vender eso alegremente como «flexibilidad», como reinvención continua del individuo.

La realidad es, sin embargo, otra, y consiste en estar siempre a salto de mata, y sentirse además culpable de la propia desgracia.

A salto de mata y sobreexplotados porque mientras las empresas reducen plantillas y rebajan sueldos, no pagan en muchos casos tampoco las horas extraordinarias a las que someten a los trabajadores con los que se quedan.

Es lo que hay. Y lo que hay es un creciente ejército de reserva, en parte bien cualificado y dispuesto a trabajar por el tiempo, por el sueldo y muchas veces en las condiciones que sea: ¿qué más podrían desear nuestros empresarios?

Muchos de los empleos, sobre en el sector de servicios, tanto administrativos como profesionales, que la izquierda trata de defender a toda costa, serán cada vez más prescindibles debido, entre otras cosas, a los propios avances tecnológicos.

Las empresas quieren y pueden producir más y con costes cada vez más bajos para aumentar los beneficios de sus accionistas.

Pero si no se reduce el paro y se distribuye cada vez menos la riqueza generada, que acaba sólo en los bolsillos de unos pocos, ¿a quién van a vender un día aquéllas sus productos?

¿Cómo va a sostenerse, si no es a través de un nuevo y masivo endeudamiento, ese consumismo a toda costa, depredador del planeta y que acaba de denunciar en una encíclica el papa menos dogmático y más clarividente de la reciente historia?

Señala el profesor David Harvey, apuntando a la principal contradicción del capitalismo en su fase actual, que los caprichos y hábitos discrecionales de los ricos, de los cada vez más indecentemente ricos, no pueden compensar a la larga la demanda sólida y constante de la mayoría de la población. (1)

Ya nadie se cree en cualquier caso el mantra neoliberal de la «economía del goteo», esa que dice que si se reducen los impuestos a los de arriba, éstos invertirán parte de sus ganancias, y todos saldremos beneficiados.

El capital invierte cada vez más en bolsa, en la compra de activos inmobiliarios, en bienes raíces o juega con los instrumentos financieros nuevos, y cuando lo hace en los sectores productivos, es en tecnologías destructoras de empleo y no en crear puestos de trabajo.

En vista de todo eso, ¿no será esa luz del final del túnel que anuncian algunos sólo un espejismo?

(1) Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo. Ed. IAEN.