El día que perdí la afición a la política era martes. Me levanté, encendí el café, puse la radio y como emitían una tertulia política me entró un perfecto dolor de cabeza. No era un dolorcito leve o una fuerte jaqueca. Era un dolor redondo y bien logrado. No anulante. Sí lacerante. El día que perdí la afición a la política tomé un analgésico, eliminé el dolor de cabeza y salí a la calle a comprar el diario que más hablaba de política. Lo leí. A continuación eliminé a todos los tuiteros que no hablaban de política y comencé a seguir a los analistas políticos. Luego vi un documental sobre historia política y a continuación vi la información política del Telediario. No se asombre el lector, una cosa es haber perdido la afición a la política y otra muy diferente quedar aislado y no poder hablar de nada con nadie ni poder abrir la boca en el café. Nunca he querido parecer un desinformado, así que cuando acabó el martes y mi interés por la política era tendente a nulo, rozando diríase inclusive el desdén o la alergia, leí un ensayo político y me apunté a un curso sobre grandes doctrinas políticas. El día que perdí la afición a la política no me afilié a un partido de milagro. Y así, estudiando concienzudamente la política para disimular mi desinterés me convertí pronto en el gran experto en política de mi escalera. El vecino del quinto me pedía prospecciiones electorales, la chica del cuarto, más campechana, me preguntaba qué iba a pasar en las elecciones, la portera exigía mi análisis sobre las promesas del presidente del Gobierno. Pronto mi fama creció y se extendió allende el portal. El panadero de enfrente, el zapatero de los bajos del edificio, el camarero de la cafetería buscaban mis opiniones e incluso una vez mi vi obligado a participar en las tertulias políticas de una emisora pirata que llevaban tres estudiantes. «Nos oye todo el vecindario y la señal se capta casi en un tercio del barrio, así que esmérate», me dijeron. Esa misma tarde, la chica que vende lotería en mi calle me dijo que me había oído y que discrepaba radicalmente de mis opiniones. Fue cuando decidí matricularme en Ciencias Políticas y estudiar los programas electorales. Me suscribí a dos revistas políticas y comencé a grabar los programas televisivos de politica que se emitían simultáneamente para verlos de madrugada. Mi desinterés era ya radical. Había logrado desembarazarme por completo de la política, pero la cerveza con aceitunas que me había prometido para celebrar mi desintoxicación de la política tardaba en llegar porque la política no me dejaba tiempo. Solicité que me enviarán las entradas de los principales blogueros políticos y pronto adquirí la pericia de leer los editoriales políticos de veinte periódicos en sólo media hora. De vez en cuando paseaba feliz liberado de la política y sentía un gozo interno y una paz en el alma inédita en mí. Sin embargo, para que nadie lo notara, me ponía a pensar en política, temeroso de que alguien me leyera el pensamiento y me pillara en la inopia. No tardé en idear un sistema político para la tal inopia, mi lugar favorito. Sería un régimen democrático presidencialista unicameral con Constitución de rima asonante y estatuto de autonomía para las musarañas. Entonces mi yo interior me propuso optar a la presidencia. No me interesa la política, contesté. Era martes.