La luz del sol se filtra por entre las ramas de los árboles taraceando el suelo con encajes de sombra y luz. Hay murales con dragones benéficos y toda clase de seres alados. Hay erizos de barro con palillos y puercoespines con pipas saladas. Hay un árbol de cartón y una casa en su copa. Hay sillas blancas de plástico y un toldo de tela asfaltada negra. Hay un castillo (probablemente encantado) construido con cajas de frutas. Hay un escenario en cuya parte frontal un cartel reza «Mi querido patio». Hay altavoces y música. Hay mesas repletas de zumos, pasteles, galletas. Hay un puesto de venta de camisetas con el logo de la escuela y de las fotos conmemorativas de los cursos. Hay padres y madres, profesoras y profesores, niñas y niños. Hay bailes y canciones, la mayoría en inglés. Hay breves discursos emotivos de la directora (que, como todos los años, se ha puesto unas grandes gafas sin cristales que añaden amabilidad y visibilidad a su visibilidad y disponibilidad y amabilidad naturales), de los alumnos de último curso (que se despiden uno por uno de quienes se han dedicado a educarles durante casi una década), del presentador de la velada (que le cuesta mucho ganarse la atención de la gente dispersa pero que lo intenta sin perder la sonrisa). Hay pistolas de agua, disfraces de zombis, gorros estrambóticos.

Hay un grupo flamenco profesional que ofrece un gran espectáculo porque, sin que parezca importarles el lugar donde están actuando, se entregan a fondo: el bailaor y la bailaora zapateando hasta la extenuación (las camisas y el vestido empapados de bendito sudor con salero, la respiración entrecortada de los que están acostumbrados bucear en busca de perlas en mares peligrosos y agitados), el cantaor subiendo y bajando la escalera de los semitonos como si huyera de un incendio (y por eso, entre tema y tema, bebe litros de agua fresquita), el cajista y el guitarrista con los ojos semicerrados de quienes se han fugado a una esquina lejanísima del universo. La gente, entusiasmada, grita olés sin descanso, da palmas, se va acercando centímetro a centímetro al escenario para estar más cerca de ellos, para ser mejor ese misterio con duende que ellos encarnan. Y al final hacen que las niñas y algunos niños (más tímidos por lo general) suban a alzar los brazos con ellos, a taconear con ellos, a girar dulce y salvajemente con ellos. Olé y gracias, compañeros.

Hay un cañón de espuma que, después de las actuaciones, se pone en marcha en la pista de baloncesto. Primero los más pequeños, luego los mayores. Hay bañadores, gafas de nadar, sandalias de plástico para no resbalarse. Hay adultos con toallas colgadas del hombro que van secando el rostro de sus hijas y de sus hijos, que apenas pueden respirar porque la espuma se les mete por los orificios nasales, por la boca, incluso por los ojos a pesar de estas protegidos. Hay monstruos de grumos blancos persiguiendo a otros monstruos de grumos blancos. Hay manguerazos que limpian y refrescan. Hay máquinas de fotos asustadas y chorreantes.

Hay profesores que se jubilan y otros que no sabrán su destino para el curso siguiente hasta que pasen unas cuantas semanas. Hay despedidas y abrazos y lágrimas y risas. Hay planes para el futuro que parecen, en realidad, planes para el pasado, es decir, planes para hacer que este pasado que estamos celebrando (el final de un periodo lectivo) pese positivamente en el futuro de todos los allí presentes. Y hay felicidad. Que no se pierda.