Todos los años en todas las provincias, Educación da a conocer el nombre del estudiante o la estudiante que mejor nota saca en la Selectividad, prueba que ahora se llama de otra manera, por cierto. No me acuerdo cómo, con lo cual quedo descartado para premio alguno que galardone la memoria. El estudiante o la estudiante en cuestión es fotografiado, entrevistado, solicitado. Felicitado. Recibe parabienes mediáticos. Lo mismo hasta a cuenta de tal fama pesca novio o novia, o al menos un magreo extra. Eso si es que no está demasiado ocupado tramitando el papeleo para matricularse. El protagonista sale en portadas y en noticiarios y a cuentas de alguna sagaz pregunta de intrépido reportero nos cuenta qué va a estudiar y dónde. Uno ve bien que se dé a conocer al chaval o chavala que triunfa en esto de la Selectividad (¿es una prueba de acceso en la que uno se supera a sí mismo, o una competición contra los demás?), quien quiera que gane tiene su derecho a esa fama efímera (los diez minutos de gloria de los que hablaba Warhol). Además, supone un premio, un reconocimiento añadido. Sí, pero hay algo de exhibicionismo raro en esto, una especie de sovietismo como ese que paseaba (más que para ejemplo para escarnio de ´torpes´) al trabajador del mes. O del año. Al que más puertas había puesto a coches en la cadena de montaje. Al que mejor ponía los tornillos en la fábrica de tornillos. El peor estudiante de Selectividad tiene un reportaje y una historia. Siempre nos privan de ella. Y es tan humana como la del, dicho con cariño, empollón. Tal vez ese mal estudiante tendría una interesante entrevista realizada en un antro a las seis de la mañana bebiendo ginebra de garrafón y fumando un buen petardo. El entrevistador también. Y el fotógrafo.

Los alumnos de Selectividad son espermatozoides culebreando aceleradamente, avanzando en el líquido de la vida por ver de fecundar la Universidad, que los hará un hombre, o una mujer o abortará su vocación o la potenciará. Si es que llegan a ella, dado que se lo puede impedir la política de becas, la política de Wert, la memez de un padre obtuso o la propia impericia a la hora de elegir carrera del propio estudiante. La Selectividad es sólo la primera selectividad a la que uno se enfrentará en su vida, que lo irá eligiendo o descartando para empresas vitales de mucha índole. La selectividad vital nos proporciona derrotas que luego pasado el tiempo se nos antojan victorias. Y a la inversa. Nos está pegando a esta altura el artículo un derrote por terrenos metafísicos y no está el ambiente, hoy, domingo de fin de junio, usted leyendo esto en la playa, como para tales digresiones o asertos en momentos más dados a lo liviano y ligero e inclusive frívolo. Lo sometemos a su selectiva benevolencia con esta leve invitación a bucear en la cara B de las cosas. Preguntándonos cuántas veces se nos priva de la historia de los derrotados.